jueves, 31 de diciembre de 2020
El trompetista del que solo llegan ecos otros días hoy se escucha de cerca, instalado en un banco de la plaza. Toca “La canción del adiós”, anticipo de las doce en versión jazz que aplauden los vecinos desde los balcones o acercándose tímidos con una botella de champaña en este 31 de diciembre sin fiestas hasta la madrugada.
domingo, 27 de diciembre de 2020
Después de pedirle confirmar que no es un robot con fotos de bicicletas, motos y puentes sobre ríos desconocidos, en la encuesta que lleva contestando hace seis meses le preguntan si ha salido de su casa, para qué y cuántas veces. “Todos los días” querría contestar, pero eso no figura entre las alternativas. Si salió a caminar, con el permiso que se exige, y pone 1 porque le da vergüenza. Si recibió visitas y eso es fácil, porque los únicos encuentros son de lejos. Si cree que la epidemia va a seguir durante todo el año que está a punto de comenzar. De 1 a 7, su primer impulso es poner 10, pero se anima apenas con un cinco para dejarse dos puntos de esperanza.
domingo, 20 de diciembre de 2020
Para alegrar las tardes, sobre todo los sábados ahora, hay cumbias retumbantes; hay alguien que comparte trozos de la Novena, rock del más ochentero y el repartidor trae su música portátil, que lo espera en la vereda.
Cuando empieza a anochecer, hay
de lejos un canto indescifrable −mitad villancico
y mitad góspel −, que no es el coro de otros diciembres con altoparlantes en
las plazas. Algo recién creado que va cubriendo el barrio.
lunes, 14 de diciembre de 2020
martes, 8 de diciembre de 2020
Gastón se levanta temprano, incluso con despertador, para recorrer el mismo camino que recorría para llegar a la oficina, antes de volver puntualmente a su casa para la primera reunión a distancia. Ahora, eso sí, con zapatillas deportivas y deteniéndose a mirar esos pastos que crecen como quieren, mezcla de dientes de león y hierbas despeinadas.
Sin autos y sin más ruido que el chillido de los loros, en el silencio de una tarde de agosto lo único que se escucha es el golpe de una tabla que retumba una vez y otra vez en la vereda. No alcanza a ver al quién que se entretiene a pocos metros de su casa, pensando en los amigos con los que se encontraba los domingos de tarde en el terreno que les prestó el alcalde, un día como ese hace dos años, cuando sonreía a las cámaras evitando mirarlos.
lunes, 30 de noviembre de 2020
Dicen que esto no va a durar,
que es el típico veranito de San Juan, que en el otoño volveremos al encierro y
sus mezquinas salidas permitidas. Mientras espera a un amigo en un café, con un
espresso a mano y dos de sus medialunas favoritas, mira hacia arriba y
hay un rayo de sol. Un calor tibio entre las ramas.
El paquete de mascarillas chinas
viene con una advertencia en letras grandes: “Recuerde que entre su boca y la
tela hay un enorme espacio”. “¡Enorme espacio!”, piensa, “¡a los chinos no más
se les ocurre!”. Cuando lleva corriendo más de cinco minutos, no hay espacio, solo
ahogo. Mira a los que se cruza, a los que pasan con la cara descubierta por la
otra vereda. Aspira a fondo, como en un ejercicio, y se imagina a millones de
chinos que corren por sus calles, sonriendo.
martes, 17 de noviembre de 2020
Las campanas de la iglesia cerrada siguen sonando puntuales a las ocho. En estos días largos, no es que suenen a iglesia; suenan solo a recuerdo del barrio y de la hora, de lo que tendría que comer aunque sin ganas.
Camino a la cocina, ve el cielo rojo de un atardecer lento, mucho más smog que nubes. Y se sorprende con una luna nueva casi perdida entre los edificios. Casualidad o no, cantan los pájaros.
En la primera vuelta, le gustó como corría, sin la desesperación de tantos corredores, y hasta se daba tiempo para mirar un jacarandá con flores nuevas. Después le gustaron las zapatillas que llevaba, el pelo suelto. Los todo y nada de los buenos encuentros.
En la segunda vuelta, empezó a
correr más lento para volver a cruzarse con ella cerca de las muy prohibidas máquinas de ejercicios y no llegó hasta la calle que se había puesto como meta,
para no demorar el otro cruce.
La tercera fue mucho más corta
que las otras y se quedó en un gesto de estirar las piernas, casi seguro de que ella también iba más
lento. Aunque siempre con la duda de si le sonreía, como él a ella, desde
debajo de la mascarilla.
lunes, 9 de noviembre de 2020
Es tanto lo que le gusta y lo tranquiliza el sonido de un saxo que alguien toca en las tardes, dulce sin ser dulzón, que se pone un suéter sobre la ropa con que anda todo el día y baja. La plaza está rodeada de cintas amarillas para que nadie entre, pero ahí está el músico, descansando después de más de una hora de ejercicios. Se le acerca y empieza a conversarle. Él, muy amable, le cuenta que es un instrumento nuevo y le explica los sonidos sin apuro.
Esa noche, cuando recuerda los detalles que le alegraron algo el día, se pregunta qué habrá pensado de ese señor mayor, casi en piyamas, que también se atrevió a cruzar las cintas.
Al comienzo, cuando tuvieron que dejar de verse, le escribía frases completas varias veces al día. Después las frases se fueron distanciando y quedaron palabras, imágenes copiadas de otros mensajes y, por último, signos de exclamación después de un simple “hola”. Lo que quisiera hoy, en este encierro, es que pregunte, que le cuente en qué está, que lo despierte si fuera necesario para contarle un sueño.
domingo, 1 de noviembre de 2020
De los varios que detuvieron en la calle después del toque de queda, Luis declaró que solo quería saber cómo se veía el cielo, que no le bastaba con la falta de voces para que eso pareciera una noche de verdad. Porque silencio y noche no lo es lo mismo, declaró también. En ese barrio de calles cortas y con mascarilla puesta, ¿a quién podía hacerle daño que saliera a mirar las estrellas, que ahora sí se veían? Como antes solamente después de viento o lluvia.
Después de treinta años de trabajar en el banco, primero atendiendo público y sacando cuentas en una maquinita de las que ahora venden los anticuarios y después ascendiendo hasta llegar a jefe de área, entre todos los compañeros le regalaron un reloj. Un reloj con pulsera de plástico que nunca se quitaba. Un día de esos en que no se podía salir sin permiso, aprovechó la calle vacía para dejarlo lentamente en la cuneta; sin rabia, seguro de que no le hacía falta.
jueves, 22 de octubre de 2020
Antes solo se oía al que toca un clarinete con parlantes a la calle y a un guitarrista tímido, que toca poco y mal, ni para animar a los vecinos ni celebrar a nadie. Desde agosto, también se oyen en las tardes unas simples escalas en el piano y, después de un buen rato, los primeros compases de algo de Mozart para principiantes. Unos primeros compases repetidos con paciencia, después con entusiasmo, con dedos que se alargan para abarcar bien el teclado.
Julio. Un día de sol y en plena
cuarentena. Ronald y Eugenio se toman una calle vacía, adolescentes en
su primer encuentro después de conocerse en una red de raperos anónimos. Tienen
entre los dos todo lo que necesitan: la mochila de la que sobresalen varias
latas con mucha cafeína, parlantes diminutos y la calle sin autos. Poleras
limpias, jeans no de marca pero limpios también y zapatillas cómodas. Cuando me
acerco, intentan unos pasos. Cuando me alejo, siguen poniéndose de acuerdo y
contándose cómo empezaron con el baile. Ya en la otra cuadra, los veo repetir
los pasos que indica la pantalla. No los ve nadie más; nadie, salvo los perros
que protestan.
lunes, 12 de octubre de 2020
Octavio murió a los 89 años, dos después de la muerte de su mujer y siete desde que decidieron dejar de leer los diarios, una tarde de junio ya en el segundo invierno, en la casa de campo donde se refugiaron, tan sola a veces y tan consuelo siempre.
Desde entonces pedían lo que
necesitaban por teléfono, a una voz metálica que solo tenía tres posibles
respuestas. Desde el tercer invierno, todo empezó a llegarles por drones que
dejaban caer los paquetes con verduras y hasta pescado fresco en el punto
indicado.
De vez en cuando se acordaban de
la noticia sobre unos soldados japoneses que pasaron más de treinta años escondidos
en una isla de Filipinas sin saber que había terminado la segunda guerra. Y se
reían.
domingo, 4 de octubre de 2020
Se conocieron en una fiesta de Año Nuevo y ya vivían juntos a fines de febrero. Entonces llegó marzo. No sabían que él se acostaba tarde y ella dejaba de hablar desde las nueve y media. Que él se metería en la ducha cada vez que saliera, aunque fuera a la vereda. Que ella lo iba a evitar, a pesar de la ducha. Que él hablaba a gritos con sus clientes. Que ella hablaba por horas con la única amiga que le contestaba las llamadas. Juntos, había poco más que los informes de la noche y echarle alcohol a todo lo que les llegaba de comida. Él empezó a escuchar canciones retro, para no oír el rock que brotaba cuando ella se instalaba en un rincón con los auriculares. Ella a prender velas con olor a vainilla cuando él hacía asado en el balcón y él a repetirlos tres veces por semana.
Y así llegó diciembre nuevamente.
Como nunca se sintió cómoda con las sesiones a distancia, desde que abrieron los cafés con unas pocas mesas espaciadas, les da cita a los pacientes en el que queda más cerca de su casa. Mauricio es nuevo. Llega puntual y a la pregunta de si le molesta que fume responde sacando del bolsillo su propia cajetilla.
“Cuando me dijo que estaba
embarazada, la bloqueé, me desaparecí”, dice en voz alta, como delante
de la pantalla en la que quedaron de acuerdo para verse. “Fue en
una de esas fiestas que hacíamos desde el viernes al domingo de noche cuando
había cuarentena… debe haber sido en mayo… quizá junio”. La adolescente sentada
a dos metros levanta la cabeza y la vuelve a esconder en el espresso que acaban
de ponerle delante, todavía con el dibujo
de flor que le hacen al servirlo y que sorbe despacio por el lado del tallo. A Mauricio no
le tiemblan las manos mientras sujeta el cigarrillo. “No fue la única vez que
traté de suicidarme; por eso le escribí”, explica en un discurso que parece sin
testigos. Mueve las piernas, que terminan en zapatos de moda, pulidos y
puntudos. Mira de frente, pero a un punto lejano, y sigue hablando.
sábado, 26 de septiembre de 2020
Los ruidos parecen de otro tiempo, un tiempo que no encaja con el confinamiento advertido para el fin de semana. Bocinazos, risas de niños que se persiguen en la calle, carcajadas eufóricas de lejos, luces de fiesta, música a todo volumen desde el patio trasero del caserón abandonado que se llena de latas de cerveza como cualquier sábado de noche.
jueves, 17 de septiembre de 2020
Por ser la única verdulería abierta en muchas cuadras cuando se supone que deberían estar todos encerrados en sus casas, atiende de ocho a ocho, sin descanso. Desde que fue por primera vez un sábado en la tarde, hay días en que Elena no va a comprar o compra medio kilo de lo que esté más cerca, para después instalarse al lado de la entrada y quedarse mirándolo. Lo mira mientras, a pesar de la cola de compradores que da una vuelta delante de la panadería, saluda a cada cliente, les comenta lo que llevan, hace chistes, agrega una ramita de perejil como cortesía de la casa, se inclina a hablar un poco con los niños. Un día, pasó casi una hora después de comprar un par de berenjenas. Nunca le ha descubierto un gesto de cansancio. Nunca lo ha sorprendido en medio de una lata de Red Bull.
Se despierta acordándose de ese cuento zen en el que un hombre perseguido por un tigre cae por un barranco y en la caída alcanza a agarrarse de una rama. Arriba está el tigre esperándolo, abajo el vacío, pero a pocos metros hay un fruto rojo que toma con una mano mientras se sujeta con la otra y lo saborea sin pensar más que en ese instante. Fin del cuento.
Recoge el
diario que le dejan a un metro de la puerta y le cuesta empezar a leerlo,
porque le duele desde antes lo que viene: las guerras que no aflojan, los
insultos, las luchas en las calles, los anuncios absurdos. Piensa en salir,
como todos los días a esa hora, y no encuentra motivos que pesen más que el mareo de imaginarse solo, afuera. Entonces se prepara el tercer café
de la mañana y revisa la lista de temblores que se repiten cerca de la casa de
sus padres. La tarde se hace un poco más corta con la siesta a la que se
acostumbró desde fines de marzo y piensa en encargar dos pedazos de torta a los
que se estacionan a las cinco anunciando dulces y pan fresco, pero ni llama ni baja a
elegir algo, y responde con un “bien” a los amigos que le preguntan cómo está. En
las horas que quedan, pasa más tiempo del que preferiría frente al televisor, que
le repite las desgracias de las últimas horas, las mentiras de turno, la última
lista de muertes y contagios. Llega a la noche tratando de encontrar el fruto
rojo.
jueves, 10 de septiembre de 2020
Con los hermanos del segundo piso, inventaron una tarde el juego de entrecerrar los ojos y mirar por la ventana. El barrio, descubrieron, es un enorme bosque que se cuela entre los edificios y llega mucho más allá de la avenida. A la entrada está el pino, que es el árbol más grande de todos los quedan, con las puntas bien rectas a pesar de lo viejo. Después vienen los árboles con ramas enredadas que, cuando se oscurece, son puro blanco y negro sobre la luz de las ventanas. Entremedio, nuevos en las veredas, están los esqueletos sujetos con un palo que, en eso están de acuerdo, no pasan el invierno.
La noche en
que lo vieron fue la noche de la única tormenta y se quedaron pegados en los
vidrios hasta la madrugada, mirando las siluetas. Escondidos, como alrededor de
una fogata, con varios paquetes de galletas y litros de jugo de naranja.
“Es que tengo mucha suerte”, piensa cada vez que vuelve de un paseo de unas cuadras. ¿Qué podría ser suerte, ahora, que no sea cruzarse con alguien que se acerque demasiado? Como le sobra el tiempo, busca imágenes de “suerte” y encuentra las más típicas: tréboles, herraduras, amuletos. Busca en Internet y descubre que puede ser el resultado positivo o negativo de un suceso poco probable, lo que le sirve de muy poco. Un día que se anima a llegar hasta el cruce con el río, le pregunta qué es suerte al vendedor de flores que se instala en mitad de la calle, esquivando los autos.
Sin
encontrar respuesta, vuelve de cada caminata de no más de un cuarto de hora,
que es lo que aguanta caminando con la mascarilla que lo ahoga, y sin darse cuenta,
cuando deja los zapatos a la entrada, se oye pensar lo mismo, con las mismas
palabras.
martes, 1 de septiembre de 2020
¿Qué hacen los grandes con el tiempo?¿Qué hace el abuelito de Nora, que camina tan despacio? ¿Qué hacen los que miran el reloj a cada rato? Ahora que estamos todos juntos en la casa y no nos dejan salir ni a jugar en la vereda, papá dice que hay que matar el tiempo. Pero matar es mucho, creo yo, aunque no se lo digo ni a mi hermana. Matar es lo que hacen en las películas con los que se portan mal y en las más tristes hasta con los buenos. ¿Cómo voy a matar eso que va pasando y que está ahí cuando me despierto en la mañana?
En el aburrimiento de esos días, escarbando y buscando algo que no haya visto, encuentra una película que vio, saca la cuenta, hace 44 años. Hay escenas que le parecen nuevas, nunca vistas, y hay otras que recuerda, se dice tapándose la cara con las manos, como si las hubiera visto la semana pasada. Cuarenta y cuatro años, se repite. Cuarenta y cuatro ya, como si nada. ¿Qué pasará en otro casi medio siglo, cuando este encierro sea una película, si hay, con colores gastados?
domingo, 23 de agosto de 2020
Suena raro, a medias timbre, a medias algo que solo se escucha en las películas. Demora en levantarlo, acostumbrado como está a encontrarse con la grabación de una encuesta sobre electrodomésticos o una oferta en un idioma demasiado rápido.
Piensa,
como siempre, en las excusas; piensa en cortar enseguida, en contestar en un
idioma igual de incomprensible. Piensa que mañana mismo pide que lo desconecten.
Piensa que por lo menos tendría que limpiarlo.
Es Carlos,
con ganas de salir y conversar, aunque tenga que ser con el pretexto de ir a
comprar algo. Se queda mirando el teléfono, que tendría que limpiar por lo
menos, y Carlos no lo ve, pero sonríe.
"¡Qué bueno que tengas algo para distraerte!”. Se lo repiten los amigos, los conocidos de antes y los pocos de ahora. Hasta el conserje sonríe cuando lo ve dejar los paquetes para que vengan a buscarlos, los mismos que antes llevaba a las librerías, llenos de esas libretas que hace con dibujos y con fotos impresas, siempre en un papel grueso, tapas hechas a mano y mucho espacio en blanco.
Distraerse.
Nunca ha entendido de qué hablan.
domingo, 16 de agosto de 2020
En el rincón, una luz cálida que apenas ilumina. Ella en el centro, chal rojo, sweater mostaza fuerte, las piernas escondidas. Sobre la colcha sin líneas ni dibujos, hila un collar con cuentas apiladas por colores. Mira lo que ya ha hecho, toma una nueva cuenta, la compara; a veces, la suelta y busca otra, le toma el peso con un gesto mínimo y la engancha en la aguja, vuelve a elegir la próxima. Después de un rato largo, cuando está casi oscuro, se levanta despacio, descuelga la cortina y vuelve a su tarea, siguiendo con las manos la luz de la pantalla.
“Ir al dentista” era uno de los mensajes que se repetía en el calendario de la computadora todas las semanas, junto con “renovar el pasaporte” y “comprar otra maleta”. La primera vez desde que empezó la cuarentena sintió que podía aguantar otros diez días. Se apareció de nuevo y lo postergó hasta diez días más, ¿cuánto podía durar eso? Cuando volvió a aparecer, casi pasado un mes, los plazos eran otros y decidió dejarlo para fines de mayo. Poco después y para no ilusionarse, lo aplazó hasta mediados de julio, como podría haber sido agosto o comienzos de octubre. No quería pensar en noviembre y mucho menos en enero.
jueves, 13 de agosto de 2020
No es por donde más camina, pero conoce bien ese parque contenido entre dos calles y casas de tres pisos de una riqueza antigua. Después de casi cinco meses, descubre a pocos pasos de la entrada una perfecta casita para pájaros que apenas se distingue entre las ramas. Pasos más adelante, una plataforma de madera, un resto de colchón y jirones de plástico encajados en un árbol.
En ese
barrio en el que a la salida del colegio jugaban niños con los mejores
uniformes, alguien quizá encontró en estos meses un lugar donde recibe los
restos de la pastelería que sigue vendiendo dulces y café en una mesa instalada
en la vereda, donde encuentra ropa y toallas tiradas cerca de la basura. Otra forma
de nido.
En medio de la tranquilidad obligatoria y poco antes de las once de la noche, alguien tira una botella que rebota. Ni carcajadas antes ni después. Ni música ni gritos. Fuera del sobresalto, ¿quién lo hizo?, ¿alguien al que se le terminaron la primera y la segunda y va por la mitad de la tercera? ¿alguien que decidió que nunca más? ¿Una ilusión de fiesta hasta la madrugada? ¿O solo un gesto para romper ese silencio?
sábado, 1 de agosto de 2020
Eran las
once con treinta y seis minutos cuando empezó a temblar. Primero fue el vaivén lento,
que podría haber sido otra cosa; luego el crujido de los estantes, el remezón
de las paredes. Corrió a la puerta y se instaló en la entrada, como si estar
ahí la protegiera. Por primera vez, nadie salió a mirar o a acompañarse.
Mientras siguió temblando, solo ella aferrada a las maderas. Solo el corredor
largo con luces más que blancas moviéndose junto con el techo.
Empiezan a
asomarse sin esperar que anuncien el final del encierro. El chinchinero, que
da vueltas con el tambor a cuestas y el mismo empeño de hace cuatro meses. El
afilador de cuchillos que solo se escuchaba desde lejos, desde tan lejos que
podría haber sido ya hace medio siglo. El vendedor de algas, que las muestra
hacia arriba como antes las mostraba de casa en casa, y se aleja con un grito indescifrable.
Los sábados
siguen viniendo los dos adolescentes que arrastran una maleta descolorida y que
no venden nada; solo piden comida.