jueves, 31 de diciembre de 2020


 

El trompetista del que solo llegan ecos otros días hoy se escucha de cerca, instalado en un banco de la plaza. Toca “La canción del adiós”, anticipo de las doce en versión jazz que aplauden los vecinos desde los balcones o acercándose tímidos con una botella de champaña en este 31 de diciembre sin fiestas hasta la madrugada.

domingo, 27 de diciembre de 2020


 

Después de pedirle confirmar que no es un robot con fotos de bicicletas, motos y puentes sobre ríos desconocidos, en la encuesta que lleva contestando hace seis meses le preguntan si ha salido de su casa, para qué y cuántas veces. “Todos los días” querría contestar, pero eso no figura entre las alternativas. Si salió a caminar, con el permiso que se exige, y pone 1 porque le da vergüenza. Si recibió visitas y eso es fácil, porque los únicos encuentros son de lejos. Si cree que la epidemia va a seguir durante todo el año que está a punto de comenzar. De 1 a 7, su primer impulso es poner 10, pero se anima apenas con un cinco para dejarse dos puntos de esperanza. 

domingo, 20 de diciembre de 2020


 

Para alegrar las tardes, sobre todo los sábados ahora, hay cumbias retumbantes; hay alguien que comparte trozos de la Novena, rock del más ochentero y el repartidor trae su música portátil, que lo espera en la vereda.

Cuando empieza a anochecer, hay de lejos un canto indescifrable mitad villancico y mitad góspel −, que no es el coro de otros diciembres con altoparlantes en las plazas. Algo recién creado que va cubriendo el barrio.

lunes, 14 de diciembre de 2020


 

Las luces rojas están prendidas desde el 2 de diciembre. Ayer, cuando anunciaron que vuelven los encierros, agregaron un reno verde y blanco, perdido en el verano como todos.

martes, 8 de diciembre de 2020


 

Gastón se levanta temprano, incluso con despertador, para recorrer el mismo camino que recorría para llegar a la oficina, antes de volver puntualmente a su casa para la primera reunión a distancia. Ahora, eso sí, con zapatillas deportivas y deteniéndose a mirar esos pastos que crecen como quieren, mezcla de dientes de león y hierbas despeinadas. 


 

Sin autos y sin más ruido que el chillido de los loros, en el silencio de una tarde de agosto lo único que se escucha es el golpe de una tabla que retumba una vez y otra vez en la vereda. No alcanza a ver al quién que se entretiene a pocos metros de su casa, pensando en los amigos con los que se encontraba los domingos de tarde en el terreno que les prestó el alcalde, un día como ese hace dos años, cuando sonreía a las cámaras evitando mirarlos.


lunes, 30 de noviembre de 2020


 

Dicen que esto no va a durar, que es el típico veranito de San Juan, que en el otoño volveremos al encierro y sus mezquinas salidas permitidas. Mientras espera a un amigo en un café, con un espresso a mano y dos de sus medialunas favoritas, mira hacia arriba y hay un rayo de sol. Un calor tibio entre las ramas. 



 

El paquete de mascarillas chinas viene con una advertencia en letras grandes: “Recuerde que entre su boca y la tela hay un enorme espacio”. “¡Enorme espacio!”, piensa, “¡a los chinos no más se les ocurre!”. Cuando lleva corriendo más de cinco minutos, no hay espacio, solo ahogo. Mira a los que se cruza, a los que pasan con la cara descubierta por la otra vereda. Aspira a fondo, como en un ejercicio, y se imagina a millones de chinos que corren por sus calles, sonriendo.

martes, 17 de noviembre de 2020


 

Las campanas de la iglesia cerrada siguen sonando puntuales a las ocho. En estos días largos, no es que suenen a iglesia; suenan solo a recuerdo del barrio y de la hora, de lo que tendría que comer aunque sin ganas. 

Camino a la cocina, ve el cielo rojo de un atardecer lento, mucho más smog que nubes. Y se sorprende con una luna nueva casi perdida entre los edificios. Casualidad o no, cantan los pájaros.


 

En la primera vuelta, le gustó como corría, sin la desesperación de tantos corredores, y hasta se daba tiempo para mirar un jacarandá con flores nuevas. Después le gustaron las zapatillas que llevaba, el pelo suelto. Los todo y nada de los buenos encuentros.

En la segunda vuelta, empezó a correr más lento para volver a cruzarse con ella cerca de las muy prohibidas máquinas de ejercicios y no llegó hasta la calle que se había puesto como meta, para no demorar el otro cruce.

La tercera fue mucho más corta que las otras y se quedó en un gesto de estirar las piernas, casi seguro de que ella también iba más lento. Aunque siempre con la duda de si le sonreía, como él a ella, desde debajo de la mascarilla.

lunes, 9 de noviembre de 2020


 

Es tanto lo que le gusta y lo tranquiliza el sonido de un saxo que alguien toca en las tardes, dulce sin ser dulzón, que se pone un suéter sobre la ropa con que anda todo el día y baja. La plaza está rodeada de cintas amarillas para que nadie entre, pero ahí está el músico, descansando después de más de una hora de ejercicios. Se le acerca y empieza a conversarle. Él, muy amable, le cuenta que es un instrumento nuevo y le explica los sonidos sin apuro. 

Esa noche, cuando recuerda los detalles que le alegraron algo el día, se pregunta qué habrá pensado de ese señor mayor, casi en piyamas, que también se atrevió a cruzar las cintas.


 

Al comienzo, cuando tuvieron que dejar de verse, le escribía frases completas varias veces al día. Después las frases se fueron distanciando y quedaron palabras, imágenes copiadas de otros mensajes y, por último, signos de exclamación después de un simple “hola”. Lo que quisiera hoy, en este encierro, es que pregunte, que le cuente en qué está, que lo despierte si fuera necesario para contarle un sueño.

domingo, 1 de noviembre de 2020


 

De los varios que detuvieron en la calle después del toque de queda, Luis declaró que solo quería saber cómo se veía el cielo, que no le bastaba con la falta de voces para que eso pareciera una noche de verdad. Porque silencio y noche no lo es lo mismo, declaró también. En ese barrio de calles cortas y con mascarilla puesta, ¿a quién podía hacerle daño que saliera a mirar las estrellas, que ahora sí se veían? Como antes solamente después de viento o lluvia.


 

Después de treinta años de trabajar en el banco, primero atendiendo público y sacando cuentas en una maquinita de las que ahora venden los anticuarios y después ascendiendo hasta llegar a jefe de área, entre todos los compañeros le regalaron un reloj. Un reloj con pulsera de plástico que nunca se quitaba. Un día de esos en que no se podía salir sin permiso, aprovechó la calle vacía para dejarlo lentamente en la cuneta; sin rabia, seguro de que no le hacía falta.


 

No compraba más botellas de jugo de ciruela porque las necesitara y ya había catorce encima del refrigerador, porque no cabían más en los estantes. Las compraba para estar segura de que las seguían vendiendo y que vendrían más.

jueves, 22 de octubre de 2020


 

Antes solo se oía al que toca un clarinete con parlantes a la calle y a un guitarrista tímido, que toca poco y mal, ni para animar a los vecinos ni celebrar a nadie. Desde agosto, también se oyen en las tardes unas simples escalas en el piano y, después de un buen rato, los primeros compases de algo de Mozart para principiantes. Unos primeros compases repetidos con paciencia, después con entusiasmo, con dedos que se alargan para abarcar bien el teclado.


 

Julio. Un día de sol y en plena cuarentena. Ronald y Eugenio se toman una calle vacía, adolescentes en su primer encuentro después de conocerse en una red de raperos anónimos. Tienen entre los dos todo lo que necesitan: la mochila de la que sobresalen varias latas con mucha cafeína, parlantes diminutos y la calle sin autos. Poleras limpias, jeans no de marca pero limpios también y zapatillas cómodas. Cuando me acerco, intentan unos pasos. Cuando me alejo, siguen poniéndose de acuerdo y contándose cómo empezaron con el baile. Ya en la otra cuadra, los veo repetir los pasos que indica la pantalla. No los ve nadie más; nadie, salvo los perros que protestan. 


lunes, 12 de octubre de 2020


 

Octavio murió a los 89 años, dos después de la muerte de su mujer y siete desde que decidieron dejar de leer los diarios, una tarde de junio ya en el segundo invierno, en la casa de campo donde se refugiaron, tan sola a veces y tan consuelo siempre.

Desde entonces pedían lo que necesitaban por teléfono, a una voz metálica que solo tenía tres posibles respuestas. Desde el tercer invierno, todo empezó a llegarles por drones que dejaban caer los paquetes con verduras y hasta pescado fresco en el punto indicado.

De vez en cuando se acordaban de la noticia sobre unos soldados japoneses que pasaron más de treinta años escondidos en una isla de Filipinas sin saber que había terminado la segunda guerra. Y se reían.

domingo, 4 de octubre de 2020


 

Se conocieron en una fiesta de Año Nuevo y ya vivían juntos a fines de febrero. Entonces llegó marzo. No sabían que él se acostaba tarde y ella dejaba de hablar desde las nueve y media. Que él se metería en la ducha cada vez que saliera, aunque fuera a la vereda. Que ella lo iba a evitar, a pesar de la ducha. Que él hablaba a gritos con sus clientes. Que ella hablaba por horas con la única amiga que le contestaba las llamadas. Juntos, había poco más que los informes de la noche y echarle alcohol a todo lo que les llegaba de comida. Él empezó a escuchar canciones retro, para no oír el rock que brotaba cuando ella se instalaba en un rincón con los auriculares. Ella a prender velas con olor a vainilla cuando él hacía asado en el balcón y él a repetirlos tres veces por semana.  

Y así llegó diciembre nuevamente.


 

Como nunca se sintió cómoda con las sesiones a distancia, desde que abrieron los cafés con unas pocas mesas espaciadas, les da cita a los pacientes en el que queda más cerca de su casa. Mauricio es nuevo. Llega puntual y a la pregunta de si le molesta que fume responde sacando del bolsillo su propia cajetilla.

“Cuando me dijo que estaba embarazada, la bloqueé, me desaparecí”, dice en voz alta, como delante de la pantalla en la que quedaron de acuerdo para verse. “Fue en una de esas fiestas que hacíamos desde el viernes al domingo de noche cuando había cuarentena… debe haber sido en mayo… quizá junio”. La adolescente sentada a dos metros levanta la cabeza y la vuelve a esconder en el espresso que acaban de ponerle delante, todavía con el dibujo de flor que le hacen al servirlo y que sorbe despacio por el lado del tallo. A Mauricio no le tiemblan las manos mientras sujeta el cigarrillo. “No fue la única vez que traté de suicidarme; por eso le escribí”, explica en un discurso que parece sin testigos. Mueve las piernas, que terminan en zapatos de moda, pulidos y puntudos. Mira de frente, pero a un punto lejano, y sigue hablando.  

sábado, 26 de septiembre de 2020


 

Cuando estaba gris desde temprano, sin ninguna ilusión de sol a mediodía y las ventanas como único horizonte desde hacía semanas, se sentaba en el balcón abrigada con todo menos guantes y tocaba despacio las hojas de las plantas para recordar que podía volver a ser setiembre.  


 

Los ruidos parecen de otro tiempo, un tiempo que no encaja con el confinamiento advertido para el fin de semana. Bocinazos, risas de niños que se persiguen en la calle, carcajadas eufóricas de lejos, luces de fiesta, música a todo volumen desde el patio trasero del caserón abandonado que se llena de latas de cerveza como cualquier sábado de noche.

jueves, 17 de septiembre de 2020


 

Por ser la única verdulería abierta en muchas cuadras cuando se supone que deberían estar todos encerrados en sus casas, atiende de ocho a ocho, sin descanso. Desde que fue por primera vez un sábado en la tarde, hay días en que Elena no va a comprar o compra medio kilo de lo que esté más cerca, para después instalarse al lado de la entrada y quedarse mirándolo. Lo mira mientras, a pesar de la cola de compradores que da una vuelta delante de la panadería, saluda a cada cliente, les comenta lo que llevan, hace chistes, agrega una ramita de perejil como cortesía de la casa, se inclina a hablar un poco con los niños. Un día, pasó casi una hora después de comprar un par de berenjenas. Nunca le ha descubierto un gesto de cansancio. Nunca lo ha sorprendido en medio de una lata de Red Bull.


 

Se despierta acordándose de ese cuento zen en el que un hombre perseguido por un tigre cae por un barranco y en la caída alcanza a agarrarse de una rama. Arriba está el tigre esperándolo, abajo el vacío, pero a pocos metros hay un fruto rojo que toma con una mano mientras se sujeta con la otra y lo saborea sin pensar más que en ese instante. Fin del cuento.

Recoge el diario que le dejan a un metro de la puerta y le cuesta empezar a leerlo, porque le duele desde antes lo que viene: las guerras que no aflojan, los insultos, las luchas en las calles, los anuncios absurdos. Piensa en salir, como todos los días a esa hora, y no encuentra motivos que pesen más que el mareo de imaginarse solo, afuera. Entonces se prepara el tercer café de la mañana y revisa la lista de temblores que se repiten cerca de la casa de sus padres. La tarde se hace un poco más corta con la siesta a la que se acostumbró desde fines de marzo y piensa en encargar dos pedazos de torta a los que se estacionan a las cinco anunciando dulces y pan fresco, pero ni llama ni baja a elegir algo, y responde con un “bien” a los amigos que le preguntan cómo está. En las horas que quedan, pasa más tiempo del que preferiría frente al televisor, que le repite las desgracias de las últimas horas, las mentiras de turno, la última lista de muertes y contagios. Llega a la noche tratando de encontrar el fruto rojo.

jueves, 10 de septiembre de 2020


 

Con los hermanos del segundo piso, inventaron una tarde el juego de entrecerrar los ojos y mirar por la ventana. El barrio, descubrieron, es un enorme bosque que se cuela entre los edificios y llega mucho más allá de la avenida. A la entrada está el pino, que es el árbol más grande de todos los quedan, con las puntas bien rectas a pesar de lo viejo. Después vienen los árboles con ramas enredadas que, cuando se oscurece, son puro blanco y negro sobre la luz de las ventanas. Entremedio, nuevos en las veredas, están los esqueletos sujetos con un palo que, en eso están de acuerdo, no pasan el invierno.

La noche en que lo vieron fue la noche de la única tormenta y se quedaron pegados en los vidrios hasta la madrugada, mirando las siluetas. Escondidos, como alrededor de una fogata, con varios paquetes de galletas y litros de jugo de naranja.  


 

“Es que tengo mucha suerte”, piensa cada vez que vuelve de un paseo de unas cuadras. ¿Qué podría ser suerte, ahora, que no sea cruzarse con alguien que se acerque demasiado? Como le sobra el tiempo, busca imágenes de “suerte” y encuentra las más típicas: tréboles, herraduras, amuletos. Busca en Internet y descubre que puede ser el resultado positivo o negativo de un suceso poco probable, lo que le sirve de muy poco. Un día que se anima a llegar hasta el cruce con el río, le pregunta qué es suerte al vendedor de flores que se instala en mitad de la calle, esquivando los autos.

Sin encontrar respuesta, vuelve de cada caminata de no más de un cuarto de hora, que es lo que aguanta caminando con la mascarilla que lo ahoga, y sin darse cuenta, cuando deja los zapatos a la entrada, se oye pensar lo mismo, con las mismas palabras.

martes, 1 de septiembre de 2020


 

¿Qué hacen los grandes con el tiempo?¿Qué hace el abuelito de Nora, que camina tan despacio? ¿Qué hacen los que miran el reloj a cada rato? Ahora que estamos todos juntos en la casa y no nos dejan salir ni a jugar en la vereda, papá dice que hay que matar el tiempo. Pero matar es mucho, creo yo, aunque no se lo digo ni a mi hermana. Matar es lo que hacen en las películas con los que se portan mal y en las más tristes hasta con los buenos. ¿Cómo voy a matar eso que va pasando y que está ahí cuando me despierto en la mañana?


 

En el aburrimiento de esos días, escarbando y buscando algo que no haya visto, encuentra una película que vio, saca la cuenta, hace 44 años. Hay escenas que le parecen nuevas, nunca vistas, y hay otras que recuerda, se dice tapándose la cara con las manos, como si las hubiera visto la semana pasada. Cuarenta y cuatro años, se repite. Cuarenta y cuatro ya, como si nada. ¿Qué pasará en otro casi medio siglo, cuando este encierro sea una película, si hay, con colores gastados?


 

El dedo con el que llamó el ascensor. El dedo con el que prendió la luz al entrar a la casa. Un dedo propio, ajeno. Un dedo amenazante.

domingo, 23 de agosto de 2020

 

Suena raro, a medias timbre, a medias algo que solo se escucha en las películas. Demora en levantarlo, acostumbrado como está a encontrarse con la grabación de una encuesta sobre electrodomésticos o una oferta en un idioma demasiado rápido.

Piensa, como siempre, en las excusas; piensa en cortar enseguida, en contestar en un idioma igual de incomprensible. Piensa que mañana mismo pide que lo desconecten. Piensa que por lo menos tendría que limpiarlo.

Es Carlos, con ganas de salir y conversar, aunque tenga que ser con el pretexto de ir a comprar algo. Se queda mirando el teléfono, que tendría que limpiar por lo menos, y Carlos no lo ve, pero sonríe.

 

 "¡Qué bueno que tengas algo para distraerte!”. Se lo repiten los amigos, los conocidos de antes y los pocos de ahora. Hasta el conserje sonríe cuando lo ve dejar los paquetes para que vengan a buscarlos, los mismos que antes llevaba a las librerías, llenos de esas libretas que hace con dibujos y con fotos impresas, siempre en un papel grueso, tapas hechas a mano y mucho espacio en blanco.

Distraerse. Nunca ha entendido de qué hablan.

domingo, 16 de agosto de 2020

 

En el rincón, una luz cálida que apenas ilumina. Ella en el centro, chal rojo, sweater mostaza fuerte, las piernas escondidas. Sobre la colcha sin líneas ni dibujos, hila un collar con cuentas apiladas por colores. Mira lo que ya ha hecho, toma una nueva cuenta, la compara; a veces, la suelta y busca otra, le toma el peso con un gesto mínimo y la engancha en la aguja, vuelve a elegir la próxima. Después de un rato largo, cuando está casi oscuro, se levanta despacio, descuelga la cortina y vuelve a su tarea, siguiendo con las manos la luz de la pantalla.

 

 

“Ir al dentista” era uno de los mensajes que se repetía en el calendario de la computadora todas las semanas, junto con “renovar el pasaporte” y “comprar otra maleta”. La primera vez desde que empezó la cuarentena sintió que podía aguantar otros diez días. Se apareció de nuevo y lo postergó hasta diez días más, ¿cuánto podía durar eso? Cuando volvió a aparecer, casi pasado un mes, los plazos eran otros y decidió dejarlo para fines de mayo. Poco después y para no ilusionarse, lo aplazó hasta mediados de julio, como podría haber sido agosto o comienzos de octubre. No quería pensar en noviembre y mucho menos en enero.  

jueves, 13 de agosto de 2020

 

No es por donde más camina, pero conoce bien ese parque contenido entre dos calles y casas de tres pisos de una riqueza antigua. Después de casi cinco meses, descubre a pocos pasos de la entrada una perfecta casita para pájaros que apenas se distingue entre las ramas. Pasos más adelante, una plataforma de madera, un resto de colchón y jirones de plástico encajados en un árbol.

En ese barrio en el que a la salida del colegio jugaban niños con los mejores uniformes, alguien quizá encontró en estos meses un lugar donde recibe los restos de la pastelería que sigue vendiendo dulces y café en una mesa instalada en la vereda, donde encuentra ropa y toallas tiradas cerca de la basura. Otra forma de nido.

 

En medio de la tranquilidad obligatoria y poco antes de las once de la noche, alguien tira una botella que rebota. Ni carcajadas antes ni después. Ni música ni gritos. Fuera del sobresalto, ¿quién lo hizo?, ¿alguien al que se le terminaron la primera y la segunda y va por la mitad de la tercera? ¿alguien que decidió que nunca más? ¿Una ilusión de fiesta hasta la madrugada? ¿O solo un gesto para romper ese silencio?

sábado, 1 de agosto de 2020


Eran las once con treinta y seis minutos cuando empezó a temblar. Primero fue el vaivén lento, que podría haber sido otra cosa; luego el crujido de los estantes, el remezón de las paredes. Corrió a la puerta y se instaló en la entrada, como si estar ahí la protegiera. Por primera vez, nadie salió a mirar o a acompañarse. Mientras siguió temblando, solo ella aferrada a las maderas. Solo el corredor largo con luces más que blancas moviéndose junto con el techo.



Empiezan a asomarse sin esperar que anuncien el final del encierro. El chinchinero, que da vueltas con el tambor a cuestas y el mismo empeño de hace cuatro meses. El afilador de cuchillos que solo se escuchaba desde lejos, desde tan lejos que podría haber sido ya hace medio siglo. El vendedor de algas, que las muestra hacia arriba como antes las mostraba de casa en casa, y se aleja con un grito indescifrable.

Los sábados siguen viniendo los dos adolescentes que arrastran una maleta descolorida y que no venden nada; solo piden comida.


domingo, 26 de julio de 2020



Ya había seis platos rotos en el suelo cuando la detuvieron los golpes en la puerta de alguien que había oído el rebote de las ollas y los gritos. “Los mismos platos, los mismos días, mismos…” se oyó gritar antes de ver que le sangraba un pie, antes de empezar a darse cuenta que lloraba.



Apaga el motor, abre la puerta de atrás y saca un atadito quieto de dos años que apenas puede moverse por la chaqueta inflada que esconde varias capas de lana de distintos colores asomadas por las mangas.
En la plaza, sin fijarse si los miran o no desde los edificios, recuerda el juego de hace más de veinte años y gira hasta marearse con los brazos abiertos, seguido por esa risa abierta que lo sigue alrededor del árbol grande, el único que todavía queda en ese triángulo con una fuente en miniatura y bancos de madera. Por un rato, no distingue su risa de la otra y se mueven los dos alrededor del mismo tronco.
Se demora en sentarlo en la silla de atrás y dejarlo ahí quieto nuevamente. Por el espejo, lo ve despedirse de la plaza, sonriendo.

lunes, 20 de julio de 2020



En esa calle estrecha, solo un papá y seguramente un niño en el coche del que asoma una manta verde que lo llena. Nada más que ellos y los perros escondidos que ladran a los lados. Cuesta creer que detrás de una curva haya un organillero, quién sabe con qué esperanzas y qué miedos. Seguramente el mismo que bajaba cada día hasta la plaza, tocando “Las mañanitas” como cualquier tarde de domingo.


sábado, 18 de julio de 2020



En un solo lunes de febrero del 2021, Clara recibe una caja con cheques de los que ya no usa. dos pantalones gruesos para los días más fríos del invierno, una caja de chocolates en papel de regalo pero sin remitente y un paraguas. Un juguete que encargó con anticipación para un cumpleaños. Dos pares de zapatos que no recuerda haber encargado y que no sabe para qué necesitaba.



Era un martes o un miércoles y lo único seguro era una niebla rara, no muy espesa pero lo suficientemente niebla como para esconder los árboles del otro lado de la calle. Debía ser invierno, ya, después de cuatro meses. Para ese gris no bastaba con subir el volumen de la radio. Se puso un abrigo liviano que no la incomodara y los zapatos más cómodos que encontró en el fondo del clóset, sin limpiarles el polvo acumulado.
Ya en la calle, la avenida se ensancha y la niebla tiene un frescor tan nuevo y olvidado que sigue caminando sin bajar la cabeza cuando se cruza con todos los que llevan mascarilla. Y sigue caminando, sin cartera, sin nada en los bolsillos.

sábado, 11 de julio de 2020


Camino a la farmacia, las calles están llenas de un sol limpio que ilumina los árboles y chispotea las veredas al día siguiente de la lluvia. En una esquina y de repente, de lado a lado de todo lo que se alcanza a ver, está la cordillera, completa, interminable, de un blanco insospechado desde la pobre unión de sus dos únicas ventanas.
Por comprar algo, compra un champú y una bolsa de mentas y se queda de pie, apoyada en un poste, hasta que empiezan a dolerle las piernas por el frío y las nubes empiezan a borrar lo que era puro brillo.


Dos veces por semana y con permiso para ir a la farmacia que queda a pocos pasos, Francisca y Pablo se encuentran en la plaza, compran café y galletas en la pastelería que vende desde un carrito improvisado en la vereda y se sientan a conversar lo más lejos que pueden alargando el permiso hasta los últimos minutos, gustando cada gesto y cada sorbo como un licor escaso y exquisito. 

miércoles, 1 de julio de 2020



Después de esperar tanto que el cielo deje de ser un gris parejo, de vigilar los pedazos que se alcanzan a ver desde ese tercer piso, esa noche se enteran de que llueve por los hilos de agua en las ventanas y solo un eco de algo que gotea. Desde el encierro, a la mañana siguiente la nieve es un reflejo en el ventanal del frente; la lluvia, solo un brillo en los charcos perdidos. El aire limpio hace brillar la luz en las ramas más altas de los árboles.  



La abuela va más atrás y lento, porque camina y teje al mismo tiempo. Adelante, van su hijo y su nuera, con una bolsa abierta de chocolates y caramelos varios. Más adelante, va Daniel, de ocho años, que se da vuelta a cada paso para sacar un dulce y luego mira al frente, tironeado por la correa de Punky, que va a la cabeza.
No se necesita un permiso especial para pasear durante media hora a una mascota.

jueves, 25 de junio de 2020



Lo primero, a mediados de marzo, fue el silencio de Edgardo, que se fue a vivir a una caleta aislada y solo le escribe o le contesta cuando sube de vez en cuando al pueblo a comprar algo. Después vino la ausencia del peruano que se instalaba a vender frutas en la esquina y del que nadie tenía su teléfono. La madrina de Irene murió una de esas tardes en un hospital, lejos, y no lo supo hasta unos días más, al recibir las fotos de un entierro sin flores.  
Recién pudo llorar como quería cuando se fue Ronron, ese gato blanco y amarillo y tibio sobre todo, que se le acurrucaba en la falda o los talones, ajeno a la pantalla, y que la despertaba rozándole la cara.  




El semáforo de Los Olmos con Benito Ramírez funciona como siempre: 45 segundos en verde y 20 en rojo, para darles preferencia a los autos que bajan por la avenida. Hoy, a la hora de más tráfico, es un vacío que se extiende por los cuatro carriles; solo motos de reparto que aceleran y algunas bicicletas zigzagueando.

sábado, 20 de junio de 2020


Se descubre varias veces al día pensando en Miguel, que murió hace veinte años y que se le aparece cuando mueve las manos como si lo imitara; en Irma, que murió hace solo cuatro por un descuido médico; en Sonia y las bromas compartidas. ¿Cómo habría vivido cada uno esta espera?, ¿dónde estarían en su encierro? A veces, cuando menos lo espera, se sorprende envidiándolos.



Sigues cuidando el cuerpo. Haces media hora de ejercicios apenas te levantas, comes queso aunque no te guste pensando en el próximo examen, ya sin fecha. Llevas registro de los pasos caminados en las mañanas, cuando hace frío todavía; de la terraza hasta el fondo del baño, de ida y vuelta.
Sigues cuidando el cuerpo, tu único presente, sin saber quién cuidará del resto.



Las pelusas, piensa después de perseguirlas por todos los rincones, son la mejor imagen de inconcluso, una palabra seria, de libro, no de vida. Alguna vez lo pensó antes, pero sin imaginarse esas mañanas en que recorre el departamento aspiradora en mano y con botellas de desinfectante para madera, baldosas y aluminio.
Primero lo comenta con los dos amigos de los jueves, después en el taller de escritura en el que nadie lo ve porque el ángulo de la pantalla alcanza apenas para el pelo y la frente. Podría publicar un artículo que se llame “Las eternas pelusas” y hablar de su insistencia, citar a algún filósofo, preguntarse por sus formas y sobre todo por su origen tan lejos de la tierra y de los árboles. Eso será después. Cuando todo esto pase, como se oye decir varias veces al día. 

lunes, 15 de junio de 2020


Lo único que le faltaba era mirar con largavistas, pero le daba vergüenza, no tanto de que la vieran como de andar fijándose en eso o en las plantas del segundo piso, tan perfectas que parecían de plástico. En el pedazo de balcón del departamento de enfrente había algo que parecía un traje de baño gris con tirantes rosados, en el mismo colgador donde dejaban una vez por semana zapatillas deportivas de todos los tamaños, seis pares por lo menos, duras, blandas, todas con suela gruesa, tan ajenas a esos días de encierro como la prenda que miraba y volvía a mirar desde el baño o la cocina, sin poder descifrarla.  


Colecta
Solo tres respondieron al pedido. Solo tres, incluido el conserje, pero con eso fue suficiente para juntar lo que quería y salir con una bolsa pesada de migas en la izquierda y la correa del perro imprescindible en la derecha, un perro de interior, lento y aficionado a las cunetas. Pero no se quejaba. En la plaza no había más que unas pocas palomas picoteando desganadas en el pasto, pero bastó con que abriera la bolsa para que llegaran veinte o más y tordos y gorriones, tan contentos como él en esa media hora, pobres bichos ausentes para todos, aislados en sus ramas.

miércoles, 10 de junio de 2020