Era un martes
o un miércoles y lo único seguro era una niebla rara, no muy espesa pero lo suficientemente niebla como para esconder los árboles del otro lado de la
calle. Debía ser invierno, ya, después de cuatro meses. Para ese gris no
bastaba con subir el volumen de la radio. Se puso un abrigo liviano que no la
incomodara y los zapatos más cómodos que encontró en el fondo del clóset, sin
limpiarles el polvo acumulado.
Ya en la
calle, la avenida se ensancha y la niebla tiene un frescor tan nuevo y olvidado
que sigue caminando sin bajar la cabeza cuando se cruza con todos los que
llevan mascarilla. Y sigue caminando, sin cartera, sin nada en los bolsillos.
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