Con los hermanos del segundo piso, inventaron una tarde el juego de entrecerrar los ojos y mirar por la ventana. El barrio, descubrieron, es un enorme bosque que se cuela entre los edificios y llega mucho más allá de la avenida. A la entrada está el pino, que es el árbol más grande de todos los quedan, con las puntas bien rectas a pesar de lo viejo. Después vienen los árboles con ramas enredadas que, cuando se oscurece, son puro blanco y negro sobre la luz de las ventanas. Entremedio, nuevos en las veredas, están los esqueletos sujetos con un palo que, en eso están de acuerdo, no pasan el invierno.
La noche en
que lo vieron fue la noche de la única tormenta y se quedaron pegados en los
vidrios hasta la madrugada, mirando las siluetas. Escondidos, como alrededor de
una fogata, con varios paquetes de galletas y litros de jugo de naranja.
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