Se despierta acordándose de ese cuento zen en el que un hombre perseguido por un tigre cae por un barranco y en la caída alcanza a agarrarse de una rama. Arriba está el tigre esperándolo, abajo el vacío, pero a pocos metros hay un fruto rojo que toma con una mano mientras se sujeta con la otra y lo saborea sin pensar más que en ese instante. Fin del cuento.
Recoge el
diario que le dejan a un metro de la puerta y le cuesta empezar a leerlo,
porque le duele desde antes lo que viene: las guerras que no aflojan, los
insultos, las luchas en las calles, los anuncios absurdos. Piensa en salir,
como todos los días a esa hora, y no encuentra motivos que pesen más que el mareo de imaginarse solo, afuera. Entonces se prepara el tercer café
de la mañana y revisa la lista de temblores que se repiten cerca de la casa de
sus padres. La tarde se hace un poco más corta con la siesta a la que se
acostumbró desde fines de marzo y piensa en encargar dos pedazos de torta a los
que se estacionan a las cinco anunciando dulces y pan fresco, pero ni llama ni baja a
elegir algo, y responde con un “bien” a los amigos que le preguntan cómo está. En
las horas que quedan, pasa más tiempo del que preferiría frente al televisor, que
le repite las desgracias de las últimas horas, las mentiras de turno, la última
lista de muertes y contagios. Llega a la noche tratando de encontrar el fruto
rojo.
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