Para alegrar las tardes, sobre todo los sábados ahora, hay cumbias retumbantes; hay alguien que comparte trozos de la Novena, rock del más ochentero y el repartidor trae su música portátil, que lo espera en la vereda.
Cuando empieza a anochecer, hay
de lejos un canto indescifrable −mitad villancico
y mitad góspel −, que no es el coro de otros diciembres con altoparlantes en
las plazas. Algo recién creado que va cubriendo el barrio.
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