Apaga el
motor, abre la puerta de atrás y saca un atadito quieto de dos años que apenas
puede moverse por la chaqueta inflada que esconde varias capas de lana de
distintos colores asomadas por las mangas.
En la
plaza, sin fijarse si los miran o no desde los edificios, recuerda el juego de
hace más de veinte años y gira hasta marearse con los brazos abiertos, seguido
por esa risa abierta que lo sigue alrededor del árbol grande, el único que
todavía queda en ese triángulo con una fuente en miniatura y bancos de madera.
Por un rato, no distingue su risa de la otra y se mueven los dos alrededor del
mismo tronco.
Se demora
en sentarlo en la silla de atrás y dejarlo ahí quieto nuevamente. Por el
espejo, lo ve despedirse de la plaza, sonriendo.
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