domingo, 26 de julio de 2020


Apaga el motor, abre la puerta de atrás y saca un atadito quieto de dos años que apenas puede moverse por la chaqueta inflada que esconde varias capas de lana de distintos colores asomadas por las mangas.
En la plaza, sin fijarse si los miran o no desde los edificios, recuerda el juego de hace más de veinte años y gira hasta marearse con los brazos abiertos, seguido por esa risa abierta que lo sigue alrededor del árbol grande, el único que todavía queda en ese triángulo con una fuente en miniatura y bancos de madera. Por un rato, no distingue su risa de la otra y se mueven los dos alrededor del mismo tronco.
Se demora en sentarlo en la silla de atrás y dejarlo ahí quieto nuevamente. Por el espejo, lo ve despedirse de la plaza, sonriendo.

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