Lo primero, a mediados de
marzo, fue el silencio de Edgardo, que se fue a vivir a una caleta aislada y solo
le escribe o le contesta cuando sube de vez en cuando al pueblo a comprar algo.
Después vino la ausencia del peruano que se instalaba a vender frutas en la esquina
y del que nadie tenía su teléfono. La madrina de Irene murió una de esas tardes
en un hospital, lejos, y no lo supo hasta unos días más, al recibir las fotos de
un entierro sin flores.
Recién pudo llorar como
quería cuando se fue Ronron, ese gato blanco y amarillo y tibio sobre todo, que se le acurrucaba en
la falda o los talones, ajeno a la pantalla, y que la despertaba rozándole la
cara.
No hay comentarios:
Publicar un comentario