jueves, 25 de junio de 2020


Lo primero, a mediados de marzo, fue el silencio de Edgardo, que se fue a vivir a una caleta aislada y solo le escribe o le contesta cuando sube de vez en cuando al pueblo a comprar algo. Después vino la ausencia del peruano que se instalaba a vender frutas en la esquina y del que nadie tenía su teléfono. La madrina de Irene murió una de esas tardes en un hospital, lejos, y no lo supo hasta unos días más, al recibir las fotos de un entierro sin flores.  
Recién pudo llorar como quería cuando se fue Ronron, ese gato blanco y amarillo y tibio sobre todo, que se le acurrucaba en la falda o los talones, ajeno a la pantalla, y que la despertaba rozándole la cara.  

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