Es tanto lo que le gusta y lo tranquiliza el sonido de un saxo que alguien toca en las tardes, dulce sin ser dulzón, que se pone un suéter sobre la ropa con que anda todo el día y baja. La plaza está rodeada de cintas amarillas para que nadie entre, pero ahí está el músico, descansando después de más de una hora de ejercicios. Se le acerca y empieza a conversarle. Él, muy amable, le cuenta que es un instrumento nuevo y le explica los sonidos sin apuro.
Esa noche, cuando recuerda los detalles que le alegraron algo el día, se pregunta qué habrá pensado de ese señor mayor, casi en piyamas, que también se atrevió a cruzar las cintas.
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