jueves, 25 de junio de 2020



Lo primero, a mediados de marzo, fue el silencio de Edgardo, que se fue a vivir a una caleta aislada y solo le escribe o le contesta cuando sube de vez en cuando al pueblo a comprar algo. Después vino la ausencia del peruano que se instalaba a vender frutas en la esquina y del que nadie tenía su teléfono. La madrina de Irene murió una de esas tardes en un hospital, lejos, y no lo supo hasta unos días más, al recibir las fotos de un entierro sin flores.  
Recién pudo llorar como quería cuando se fue Ronron, ese gato blanco y amarillo y tibio sobre todo, que se le acurrucaba en la falda o los talones, ajeno a la pantalla, y que la despertaba rozándole la cara.  




El semáforo de Los Olmos con Benito Ramírez funciona como siempre: 45 segundos en verde y 20 en rojo, para darles preferencia a los autos que bajan por la avenida. Hoy, a la hora de más tráfico, es un vacío que se extiende por los cuatro carriles; solo motos de reparto que aceleran y algunas bicicletas zigzagueando.

sábado, 20 de junio de 2020


Se descubre varias veces al día pensando en Miguel, que murió hace veinte años y que se le aparece cuando mueve las manos como si lo imitara; en Irma, que murió hace solo cuatro por un descuido médico; en Sonia y las bromas compartidas. ¿Cómo habría vivido cada uno esta espera?, ¿dónde estarían en su encierro? A veces, cuando menos lo espera, se sorprende envidiándolos.



Sigues cuidando el cuerpo. Haces media hora de ejercicios apenas te levantas, comes queso aunque no te guste pensando en el próximo examen, ya sin fecha. Llevas registro de los pasos caminados en las mañanas, cuando hace frío todavía; de la terraza hasta el fondo del baño, de ida y vuelta.
Sigues cuidando el cuerpo, tu único presente, sin saber quién cuidará del resto.



Las pelusas, piensa después de perseguirlas por todos los rincones, son la mejor imagen de inconcluso, una palabra seria, de libro, no de vida. Alguna vez lo pensó antes, pero sin imaginarse esas mañanas en que recorre el departamento aspiradora en mano y con botellas de desinfectante para madera, baldosas y aluminio.
Primero lo comenta con los dos amigos de los jueves, después en el taller de escritura en el que nadie lo ve porque el ángulo de la pantalla alcanza apenas para el pelo y la frente. Podría publicar un artículo que se llame “Las eternas pelusas” y hablar de su insistencia, citar a algún filósofo, preguntarse por sus formas y sobre todo por su origen tan lejos de la tierra y de los árboles. Eso será después. Cuando todo esto pase, como se oye decir varias veces al día. 

lunes, 15 de junio de 2020


Lo único que le faltaba era mirar con largavistas, pero le daba vergüenza, no tanto de que la vieran como de andar fijándose en eso o en las plantas del segundo piso, tan perfectas que parecían de plástico. En el pedazo de balcón del departamento de enfrente había algo que parecía un traje de baño gris con tirantes rosados, en el mismo colgador donde dejaban una vez por semana zapatillas deportivas de todos los tamaños, seis pares por lo menos, duras, blandas, todas con suela gruesa, tan ajenas a esos días de encierro como la prenda que miraba y volvía a mirar desde el baño o la cocina, sin poder descifrarla.  


Colecta
Solo tres respondieron al pedido. Solo tres, incluido el conserje, pero con eso fue suficiente para juntar lo que quería y salir con una bolsa pesada de migas en la izquierda y la correa del perro imprescindible en la derecha, un perro de interior, lento y aficionado a las cunetas. Pero no se quejaba. En la plaza no había más que unas pocas palomas picoteando desganadas en el pasto, pero bastó con que abriera la bolsa para que llegaran veinte o más y tordos y gorriones, tan contentos como él en esa media hora, pobres bichos ausentes para todos, aislados en sus ramas.

miércoles, 10 de junio de 2020



Llevan 45 días recluidos. El departamento podría estar vacío; ni voces, ni una salida a botar la basura, ni un ruido, nunca, frente al ascensor. Dos encerrados como miles de dos en toda la ciudad, que reciben la comida en la puerta y vuelven a esconderse. A veces solamente, hay una voz de niño, una queja o un llanto interminable.
Otros niños juegan a la pelota en el estacionamiento o se persiguen en la plaza. Él es solo un grito a media tarde, cuando quizá despierte de la siesta y vuelva a ver los muros y a sentir cómo se mueven sus padres en silencio. 



Se despierta a las siete, incluso antes. Al comienzo, pensó que las diez era una buena hora para acostarse, con suficiente tiempo para comer como antes y leer lo que quisiera. Pero los días se fueron acortando con tanto por hacer. Cuando empieza a oscurecer, el día le parece terminado o más que terminable, cansada como está de limpiar incluso los rincones donde nunca limpiaba; de cocinar apurada para no perder nada de lo guardado; de moverse, por no dejar de hacerlo; de comentar y responder y estar siempre presente. Ojalá hubiera algo que la distrajera, pero todas las películas le parecen o demasiado simples o demasiados graves. Se acuesta, con algo de luz todavía en la ventana.

sábado, 6 de junio de 2020



Ahorros
Martín lleva tres semanas sin abrir la mantequilla congelada. Isabel guarda las aspirinas aunque le duela la cabeza, píldoras de concentrado de papaya y arroz, del que le quedan dos kilos y es lo que más le gusta. Francisca, en cambio, dosifica la crema para el pelo, la seda dental, el dentífrico natural hecho con hierbas. Andrés conserva sin tocar las papas que guarda en un canasto tapadas con un paño blanco y mezcladas con manzanas, siguiendo el consejo de combinarlas para que no se echen a perder. Todos guardan los gestos de un encuentro.   



A propósito de un artículo sobre los efectos psicológicos del virus que comentaron en el subgrupo de temas actualidad del comité “A un metro de distancia” organizado por los vecinos de la plaza, Esteban propuso hacer una lista de adicciones.  
María Elena llegó al siguiente encuentro con una lista larga y aclaró: “Algunas propias, no voy a decir cuáles, y todas las demás de otras personas”. La adicción a poner el despertador a las seis de la mañana para sentir que no se estanca. La adicción a limpiar las perillas de las puertas. La adicción a echarle una cucharadita rasa de azúcar al café y ni medio gramo más. La adicción a comerse media barrita de chocolate para endulzar el insomnio.
Sebastián llegó con una hoja en blanco. Miguel con solo dos: la adicción a volver varias veces a revisar que todo esté apagado antes de salir, como cuando había cálifonts a gas; la costumbre de secar los vasos y los platos con papel apenas termina de lavarlos.  
Las que se repetían eran las más comunes: limpiar con agua y cloro las bolsas con las llegan de la calle, dejar los zapatos afuera de la puerta y caminar descalzos hasta encontrar las zapatillas, sumergir también en una mezcla con cloro las verduras.
Nadie habló de alcohol ni cigarrillos. Nadie quiso contar que no abría las ventanas.

miércoles, 3 de junio de 2020



Todo seguía siendo como ayer, pero había algo distinto al desayuno. Ella lo recordaba, o creía recordarlo, pero no quiso comentárselo para que no sintiera que borrón y cuenta nueva. Él lo recordaba también, o creía recordarlo, pero no quiso comentárselo para que no fuera a pensar que se olvidaba. Sin ignorar los gritos por los turnos en el computador, no se evitaron frente a la cafetera, no soltaron la caja de leche con un golpe. El recuerdo era el mismo: un buscarse como era siempre antes, una tibieza que se confundía con el sueño.
Todo seguía siendo como ayer, la semana anterior, los días que habían dejado de contar hacía tiempo. Y no era una traición lo que sentían.



Sin querer levantarse todavía porque daba lo mismo hacerlo a cualquier hora, recibió el mensaje de un amigo con la cita de un autor desconocido: “El mundo perdió el humor, la inteligencia y la poesía. Estamos como una tortuga patas arriba, esperando que alguien la dé vuelta”. Con la primera parte estaba totalmente de acuerdo: ni humor ni poesía. Con la segunda más; desde la comodidad de las dos almohadas levantadas, todo quedaba a mano: los libros, las noticias, la taza de café recalentado. A pesar que llovían los desastres (y para saberlo tampoco tenía que moverse), no alcanzaba a alegrarse con la idea de las puertas abiertas, la salida obligada de la ducha, los zapatos incómodos.