El columnista no deja de sentir miedo de quedarse sin
tema, un miedo que no desaparece a pesar de llevar más de ocho años escribiendo
en el mismo diario para la edición de los domingos. Fuera de las clases mal
pagadas y los ensayos escritos para otros, eso es lo más seguro, así que
aguanta. Cuando el síntoma empeora, sale a la calle esperando que se le cruce algo
o se queda horas en un café, leyendo artículos de filósofos mexicanos o
pensadores checos, con la lapicera en la mano y la mirada fija en la estación
del metro del otro lado de la calle. Entre el jueves y el miércoles algo aparece;
a veces poca cosa, pero ya ha ido aprendiendo a sacarle punta a las historias
con la esperanza de que nadie se dé cuenta que en realidad le dan lo mismo.
Ahora hay días en que se descubre sintiendo el mismo
miedo, pero por suerte los temas vienen sin esfuerzo. Entonces, en ese café
donde están solo él y a los dos metros obligados un posible poeta que pide el
primer vino antes del mediodía, lo que estaba escondido entre los árboles de
enfrente termina en primer plano y hay detalles que parecen subrayados. Entonces,
desde hace dos semanas, se anima con un ron con mucha coca cola y empieza a
llenar páginas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario