sábado, 30 de mayo de 2020
Todas las mañanas se despierta esperando encontrar un
mensaje. Quizá sea ese silencio que se nos viene encima, piensa entonces, pero no
se demora mucho en recordar otros silencios, tan largos como ese y sin motivos.
Desde que comenzaron a estar cerca (mejor decir cerca que juntos), no es raro
que se pierda o que se esconda. Salvo las pocas tardes en un café del centro o las
noches, también pocas, el resto es una espera que no afloja.
Lo que pasa, piensa Emita, es que con los años todo trae
un recuerdo. Regar las plantas le recuerda una película francesa con un balcón
lleno de luz, que vio con su primer marido la misma tarde que le propuso
matrimonio. Hacerse un moño por no poder ir a la peluquería le recuerda a esa
compañera del liceo que se ponía un estúpido cintillo con dos florcitas blancas.
No puede ponerse a picar cebolla sin acordarse de los consejos de la abuela
para no terminar llorando y hasta triste. Los merengues siempre la llevan de
vuelta a la pastelería italiana a dos cuadras del colegio y al olor dulce que
se sentía desde lejos. Las bandejas con canapés, a los sándwiches de apenas
seis centímetros con pasta de jamón que les regalaban a los clientes de la
fiambrería. “¡Qué raro esto!”, piensa mirando por la ventana la vereda vacía.
“No me recuerda nada”.
Llevaba años ensayando esa frase y repitiéndola,
haciéndose asesorar por los mejores directores. Ahora tenía que decirla, como
antes en los teatros donde con suerte había unos veinte en la platea. Con esta nueva
moda salida del encierro, tiene que volver a repetirla por la estúpida idea de
su agente; delante, dice él, de más de mil personas.
domingo, 24 de mayo de 2020
Las olas estaban a la altura de sus ojos. No eran altas y
su vaivén no alcanzaba a arrastrarlo, porque era una ola más en ese todo
inmenso. Curioso: había algo de miedo, como el miedo que sienten los niños y se
ríen, y algo de alegría en la complicidad del agua. Al despertar, le quedaba el
recuerdo de cabezas diminutas que, como él, iban y venían.
En las noches alguien hace un asado a la misma hora en
que se va a acostar. No hay cómo equivocarse; es un asado que huele a carne, a
carbón y a salchichas, mientras él acaba de conformarse con una sopa como hace
años, un pedazo de jamón algunas veces y, como mucho, queso de cabra si
consigue. Prefiere el guiso que cocinan los únicos vecinos que quedan en su
piso y que huele a orégano y cebolla friéndose, más cálido y de casa. A esa
hora, cuando tantos están solos, alguien hace un asado que llena los balcones
con un olor espeso; para él y alguien más o quizá nadie.
En el chat de los vecinos empezaron hablando de
los turnos: quién saca la basura, quién se encarga de vigilar la puerta, quién
desinfecta. El primer mensaje con un “¡qué difícil que es esto!” se ganó un
silencio de seis horas. A media tarde, alguien se atrevió a comentar “difícil
para todos; aquí estamos con tres niños”. María José, la del 507, mandó una
grabación en la que apenas se escuchaba su voz de tan interrumpida. Juan
Miguel, al que nadie conocía hasta entonces, les contó que su pareja había
tenido que quedarse en Australia después de ir al matrimonio de una prima y que
no sabía qué hacer con el vacío en el departamento. Mario se limitó a tres
caras de tristeza con lágrimas. Angélica borró el primer mensaje y después escribió
“Entonces, ¿cuándo hablamos?”.
lunes, 18 de mayo de 2020
El columnista no deja de sentir miedo de quedarse sin
tema, un miedo que no desaparece a pesar de llevar más de ocho años escribiendo
en el mismo diario para la edición de los domingos. Fuera de las clases mal
pagadas y los ensayos escritos para otros, eso es lo más seguro, así que
aguanta. Cuando el síntoma empeora, sale a la calle esperando que se le cruce algo
o se queda horas en un café, leyendo artículos de filósofos mexicanos o
pensadores checos, con la lapicera en la mano y la mirada fija en la estación
del metro del otro lado de la calle. Entre el jueves y el miércoles algo aparece;
a veces poca cosa, pero ya ha ido aprendiendo a sacarle punta a las historias
con la esperanza de que nadie se dé cuenta que en realidad le dan lo mismo.
Ahora hay días en que se descubre sintiendo el mismo
miedo, pero por suerte los temas vienen sin esfuerzo. Entonces, en ese café
donde están solo él y a los dos metros obligados un posible poeta que pide el
primer vino antes del mediodía, lo que estaba escondido entre los árboles de
enfrente termina en primer plano y hay detalles que parecen subrayados. Entonces,
desde hace dos semanas, se anima con un ron con mucha coca cola y empieza a
llenar páginas.
sábado, 16 de mayo de 2020
El día en que lo dieron de alta, cuando lo llevaban en
silla de ruedas hasta la entrada del hospital, un médico tan joven que parecía
estudiante en práctica se inclinó para que nadie lo escuchara y le dijo: “Cuénteme, ¿y llegó a sentir miedo?”.
No pudo contestarle más que con una sonrisa y miró fijo
la bolsa con las cosas que le habían devuelto, para que no le viera los
anteojos empañados. Miedo es lo que sentía cuando en la noche nadie se acercaba a preguntarle cómo estaba, cuando escuchaba arrastrar una camilla. O recordando
la vista de su calle llena de sol al mediodía, que guardó tres semanas
preguntándose.
domingo, 10 de mayo de 2020
En la segunda salida que le permitieron en la semana,
aprovechó de caminar despacio por el barrio, demorándose en las calles vacías.
Los de siempre iban paseando a sus perros, los únicos felices con las veredas
libres. No había mucho más fuera de las rejas de las casas en las que se enroscaban
unas ramas o un asomo de flor, como si desmintieran.
sábado, 9 de mayo de 2020
Todos los días hace lo que puede. Ejercicios antes del
desayuno, lectura de los diarios, caminata en los pocos pasillos sin muebles
que le permiten estirar las piernas. Después cocinar, limpiar, lavar turnándose
con ella misma en las tareas. En la tarde, vuelta a revisar lo que escriben los
otros, sus chistes y sus miedos, sus mínimas victorias. A veces, también pinta
o escribe un par de horas y a las ocho, quizá una película.
El cansancio no encaja con lo hecho. Es un cansancio no
de movimiento ni de dolor de espalda, que no se llama angustia pero pesa.
Eran cerca de treinta años juntándose un domingo por mes
a media tarde para un té compartido, conversaciones largas. Esta vez cada uno
se apareció con lo que pudo: Carmen con las mismas galletas de todos los
domingos, Sara y Javier con un pan recién hecho, Victoria con los dos quesos
que tenía. Y los fueron comiendo, muy despacio; mordisco y reflexión, recuerdos
de lo hecho en la semana. Seis caras pensativas y alineadas para pensar ese mundo
que no se imaginaban.
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