jueves, 1 de diciembre de 2011

Atardecer en Kiribati

En Kiribati los días no terminan, se desploman. Y donde van a desplomarse es un océano tan amplio que solo las fotografías aéreas y las historias de los antepasados más antiguos pueden dar una idea de lo extenso que es. Ahí, en ese lugar, una pareja de lo que en las islas podría considerarse ancianos lleva más de treinta años sentándose a mirar el atardecer tomados de la mano. Hace treinta años, y no mucho antes ni mucho después, el último de sus hijos se fue a vivir a su propia casa o cabaña, por lo que desde entonces no han hecho más que acumular nietos y bisnietos. Y de mirar juntos el atardecer.

Cuando Manevo y Maneva llevaban ya más de veintiocho sentándose todas las tardes a ver ponerse el sol en lo que el pastor de sus tatarabuelos les había explicado que era el último atardecer del mundo, uno de los 128 bisnietos que tenían entonces los visitó para contarles que, por decreto del gobierno de las islas, la hora de antes ya no era la de antes sino una más y que el atardecer se había convertido por decreto en el primero. De paso, este cambio de hora les permitía ser el primer lugar que entraría en el siglo veintiuno con fuegos artificiales lanzados desde las islas más pobladas, fiestas organizadas especialmente para la ocasión y, sobre todo, turistas venidos de todo el mundo para compartir ese cambio de hora que acababa de aprobarse y cámaras de televisión que se pasearían por todas partes mirándolos celebrar como nunca antes se había celebrado un simple cambio de día.

Manevo y Maneva, como se llamaban entre ellos desde que se habían conocido, escucharon al bisnieto y ese mismo atardecer se preguntaron por qué el pastor les había hablado de la primera puesta de sol para que, después de tanto tiempo, unos pocos de los suyos, que probablemente ni siquiera conocían, decidieran cambiar el fin por el principio y los atardeceres de antes por otros que querían diferentes, como si pudieran cambiarse cosas tan antiguas. Como si las gaviotas pudieran pasar del lado del silencio al de los barcos o de los barcos al silencio por una simple decisión de esos vecinos que ni siquiera se preocupaban porque la isla más a la izquierda de todas las estrellas se había hundido como un barco cualquiera hasta no dejar a la vista más que unos pocos árboles.

Recordando los dichos del pastor que les habían trasmitido sus abuelos, sus bisabuelos y sus padres, Manevo y Maneva decidieron sin comentarle a nadie que las cosas eran lo que debían ser y no de otra manera, así como los peces salían de las aguas y los niños de sus madres. Decidieron también que el día del que hablaba su bisnieto prepararían esos platos que tanto les gustaban, a él y a los demás 127 que no querían ni empezar a contar porque se confundían, y los esperarían después del atardecer haciéndoles creer que había algo que celebrar fuera de estar todos juntos, empezando por ellos dos y siguiendo con todos los antepasados que también estarían en sus velas prendidas y en las flores.

Manevo y Maneva lucieron ese día las mejores vestimentas que tenían y se sentaron junto a todos los que habían nacido de muchos nacimientos, sus parejas y, lo que no faltaba nunca, tías, madres y abuelos de ellos y de los otros, a mirar los brillos que salían de la isla más cercana. Comieron y bebieron y cantaron y, cuando llegó el amanecer, vieron como se alejaban los más jóvenes hablando de unos tiempos de los que el pastor no había hablado nunca. Lo único que importaba, pensaron los dos al mismo tiempo sin ponerse de acuerdo, era haber recibido a todos los hijos, los nietos y bisnietos, y haber comido como en su propia ceremonia de unión, cuando el atardecer era lo que seguía siendo, el último del mundo, el más hermoso sobre esas aguas que no terminaban nunca de ser largas y azules y en los días más claros se tragaban los barcos con sus chispas sin límites.

"La biela"

Como posiblemente lo hayan pensando muchos, hay momentos que querríamos congelados o eternos. El más común de todos, el placer compartido en un suspiro; luego, y en una lista interminable que dejaría pálido a Umberto Eco con sus enumeraciones doctas por encargo, una lista larguísima, que va cambiando por épocas y edades. Para mí uno de ellos es el instante en que me siento, ya sea adentro una mañana de invierno o afuera en un día con un poco de sol y de tibieza en cualquier mes del año, en el café “La biela”, en Buenos Aires, y empiezo a abrir el diario después de haber pedido un café doble y tres medialunas de grasa, nunca menos.
Si tuviera que responder a la manoseada pregunta periodística de cuál me llevaría cuando muera, elegiría seguramente muchos otros: el momento antes de abrir un regalo muy deseado cuando niña; el anterior al primer beso, cuando sientes que todo viene bien y sin dobleces; el que anticipa un encuentro esperado en algún aeropuerto.
El de “La biela” pertenece a una categoría única. Con suerte, habrá un pájaro que cante desde el palo borracho. O mirarás despacio las nubes que se alargan después de un aguacero.
Las mesas, apartadas como deberían estar en todo buen café para dejarte a solas con todos los recuerdos y sin la intromisión insoportable de las conversaciones o de los celulares de los más cercanos. Siempre alguien que te hace imaginar que lleva años sentándose en la misma mesa, encontrándose a charlar con los mismos amigos. Siempre alguna pareja que te intriga saber qué los lleva a estar juntos.
Mientras nadie te grita en el oído, nadie te apura a dejar tu lugar por más tiempo que lleves sin pedir ni siquiera un vaso de agua, el momento se alarga.
Y sabes, y sobre todo quieres, poder llegar de nuevo; poder estar de nuevo mucho antes incluso que el pedido de café y medialunas. Cuando todo sea solo deseo y no más que desea. Sea certeza como antes de un despegue.
Todo vendrá después y está o entero o hecho y esperándote.

Los escritores

En algún rincón de alguna biblioteca debería haber una crónica o reseña de investigación científica que explique claramente por qué los escritores no hacen daño al planeta ni siquiera con su supuesto no hacer nada. Hablo de los escritores que intervienen o no intervienen en política, pero sobre todo de los que no se pelean a codazos por ningún premio ni escriben artículos en los que destruyen a los más posibles candidatos. Hablo de los escritores que sobre todo escriben; los que contemplan y escriben; los que hacen clases de castellano en las mañanas y escriben en la tarde; los que archivan todo el día y escriben en la noche. Los que no pueden dejar de escribir. Los verdaderos escritores.
De los cuales se podría comentar en la crónica o estudio en cuestión que no solo no le hacen daño a nadie, sino que incluso añaden algo a las avenidas y los parques contemplados por muchos y no vistos. De cómo, en eso que aparentemente no es mucho más que silencio o ensimismamiento, dan una vida distinta a las manzanas. Redondean los troncos. Descubren alegrías y tristezas donde todo se aplana o se silencia. Se ríen reconociendo lo que es grave. Lloran con mucho empeño en las esquinas donde nadie ve nada que merezca tristeza.
No le hacen daño a nadie, ya está visto. Ni al planeta ni a nadie. Y solamente escriben.

jueves, 24 de noviembre de 2011

Segunda y última

Lo cierto es que hasta el mismo nombre de Rinaldo se convirtió en leyenda en la ciudad y en muchas otras de los alrededores. Cuando viejo dicen que sonreía imaginándose que ese pobre tablón en el que empezó a dejar escritos hacía veinte años o más de los que recordaba dejó de ser el suyo y solo suyo y empezó a convertirse en un tablón de todos los que pasaban por ahí con una idea recordada en toda la jornada, de los pobres poetas que iban solo de paso e insistían en recalar en el embarcadero para dejar una o dos carillas. Ya de viejo, Rinaldo se reía sin dientes recordando que su escueto tablón, seguramente ignorado por las damas que subían a misa, en unos pocos años había conocido más textos que la mejor imprenta de toda la ciudad y soñaba, en eso sí estaban todos de acuerdo, soñaba y no podía dejar de soñar hasta que se hizo enfermo y tuvo que dejarse llevar por los monjes que acogían a los pobres, quisieran o no quisieran ser llevados a ese sepulcro para abandonados en el que habían convertido uno de sus monasterios, que algún día uno de esos grandes señores impresores que ya llevaban años publicando ejemplares bellamente ilustrados, recogería los mejores de sus últimos textos, les sumarían los de los escritores pasajeros y haría con todo eso un libro como los que sabían hacer, con letras que no era necesario escribir a mano, e ilustrados con las imágenes más coloridas y brillantes que sus muy bien pagados dibujantes lograran extraer de todas sus palabras.

Rinaldo murió apenas unos meses después de que Fredrich Möller, gran empresario impresor admirado por todos los escritores de cuanto alrededor podía imaginarse, empezara a juntar las páginas que encontraba los domingos de mañana en el tablón anónimo y decidiera, asesorado por los mejores abogados pero sobre todo por los mejores académicos entonces conocidos, juntar los muchos papeles que no le costaba nada recopilar y, con la aprobación del obispo, publicar la primera versión de poemas y cuentos de la zona, con título elegido por el mejor maestro en artes tradicionales y adornado con ribetes de luciente dorado.

Rinaldo no supo nada de eso, primero por estar tan enfermo que los monjes no lo dejaban ni levantarse de la cama y luego, definitivamente, por estar muerto y más que muerto, sin saber como los jóvenes iban llenando el tablón con textos sobre los temas más variados, atrevidos incluso para muchos de los que llegaban a leerlos llevados por la fama de ese tablón anónimo que se fue convirtiendo en asomo y respuesta y luego fue llenándose de ideas, siempre frescas y siempre compartibles.

El escritor sin tiempo

o “Primer intento de blog en la Europa medieval”

Por no tener dinero para publicar en una buena versión encuadernada lo que iba escribiendo ni nadie en el condado que le ayudara a hacerlo, Rinaldo se hizo el hábito de clavar sus manuscritos en un tablero que, por suerte, encontró no lejos de la plaza y, por milagro, vacío.

El tablero tenía, fuera de esas, la virtud de estar en un lugar muy transitado por las damas que subían por lo menos una vez a la semana hacia la iglesia, comerciantes de muy variado tipo y hasta extranjeros que recorrían a pie el trayecto desde el embarcadero a las tabernas, lúcidos todavía o bien ebrios y con mucho interés por todos sus escritos.

Después de trabajar todo el día para otro, Rinaldo se sentaba ante el mesón de madera del cuarto que alquilaba a rellenar páginas de páginas con las ideas que se le habían ido ocurriendo en las horas muy lentas de toda la jornada y que iba memorizando para poder recordarlas después, cuando por fin podía dejar de ser dos para ser uno y no más que uno, el Rinaldo encorvado y ansioso que perseguía ideas con una letra rápida y redonda.

El sábado en la tarde y sin faltar ninguno, bajaba hasta la plaza con el rollo de páginas que retiraría el sábado siguiente y un buen montón de clavos de los más finos que encontraba en el mercado para repetir casi sin variaciones el rito de esperar que los comerciantes se fueran retirando y, poco antes de que empezaran a llegar los músicos o a juntarse los viajeros, retirar lentamente los textos ya un poco amarillentos o un poco desgajados y colocar los nuevos, los que nunca sabía cuántos se detendrían a leer hasta el siguiente sábado.

Los que entonces eran jóvenes o niños todavía recuerdan haberle oído contar a los pies del tablón o, mucho después, en varias de las muchas tabernas de la ciudad, que un sábado de tarde, cuando llegó a cambiar los textos de la semana anterior encontró, con sorpresa primero y luego con codicia, un escrito casi con tinta fresca al pie de su despliegue. Los jóvenes de entonces, o niños todavía, recuerdan hechos vagos a partir de esa historia, relatos que coinciden o que se contradicen. A partir de ese día, dicen muchos, Rinaldo empezó a escribir cada vez menos, siempre con la esperanza de que en todo el espacio que luego dejaría alguien le contestara con una o varias páginas. Hay otros, también muchos, a quienes nadie podría discutirles que Reinaldo siguió escribiendo con más entusiasmo incluso que antes, inspirado por lo que le parecían respuestas o agregados. Nadie está muy de acuerdo, pero unos pocos dicen y aseguran que después de ese sábado Rinaldo abandonó su empleo y empezó simplemente a recorrer tabernas donde contaba cuentos y más cuentos pero nunca de osos ni de cisnes, cuentos siempre delgados y creíbles, que nadie, ni en los rincones más pobres del lugar ni en los más eruditos, podría comentarle o rebatirle. Pero esos son muy pocos y tienen pocas razones que lo prueben.

domingo, 13 de noviembre de 2011

Octavio

Octavio estaba convencido que todo gesto amable, incluidos los suyos, se sumaban sin mayor trámite ni mayor aspaviento a un caudal que, aunque sin definir, facilitaba la buena convivencia, la sucesión ininterrumpida de las estaciones y la pesca, tanto de mar como de río.
Octavio imaginaba un mundo en el que cada ceda el paso respetado tenía un eco inmediato en otro plano, aunque no lo explicara en esos términos y más bien en ninguno.
Por eso, y a pesar de vivir a veces meses sin el menor rasguño, Octavio no podía dejar de ponerse melancólico después de casi saltarse una luz roja o, por simple distracción, pagar en la caja para las embarazadas en un supermercado.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

La moto y la provincia

(28.10.11)

Providencia de noche era un derrumbe, un foso. Antes de que llegara la televisión al pueblo y después que la abuela terminara de oír las radionovelas de las ocho y las nueve, Providencia era negro, era silencio. Quizás había grillos, quizá un búho o pájaros sin nombre las noches de verano, pero lo único que realmente se escuchaba en Providencia era vacío.

Por eso, desde la adolescencia, Emilio siempre quiso tener una moto. No solo tener una moto, la más nueva y moderna que fuera posible con lo que le alcanzaran los ahorros, sino una moto con tubo de escape abierto y capaz de provocar ladridos hasta en los perros del hospital, a dos kilómetros o más del centro y de la plaza. Una moto, imaginaba en las noches que empezaban igual en julio y en febrero, que fuera comienzo de algo, pero que sobre todo fuera final del tedio en ese pueblo callado, previsible y apenas poco más que rural en el que le había tocado nacer, como antes a sus padres, a sus abuelos y a muchos otros que nadie recordaba, condenados a repetir los mismos gestos día a día, los mismos recuerdos polvorientos, los mismos anticipos y las mismas vendimias.

Por suerte, apenas cumplidos los diecinueve Emilio pudo comprarse la moto que quería, no la más nueva ni la más brillante, sino la que tenía doble tubo de escape, el motor de arranque más rápido y estruendoso que se ofrecía en varias tiendas de la capital y una frenada brusca y sorda, mejor y más potente que hasta las más soñadas.

Después de comprarla, Emilio esperó casi una semana antes de estrenarla. Los días de entretanto se le fueron en pulirla con los mejores paños y los mejores productos que encontró en la ciudad, pensando como siempre en Providencia y sus noches de luto. En la tercera repasada, se inclinó finalmente por la noche del domingo, la noche más silenciosa de toda la semana si en algo hubieran podido compararse las noches con las noches en ese pueblo mínimo. A mediodía almorzó con sus padres y la abuela como en cualquier domingo. De tarde, se entretuvo un par de horas con los compañeros de liceo que celebraran el último verano en Providencia antes de entrar al instituto a estudiar notariado o técnicas agrícolas.

Nadie lo acompañó esa noche a retirar la sábana que escondía la moto en una esquina, entre el almacén de don Moncho y el abandono total de lo que ya empezaba a ser campo sin matices. Nadie lo acompañó en el primer intento ni en el primer arranque. Sus amigos, los amigos más cercanos de la escuela, no tenían nada que se pareciera a esa pasión; lo suyo era el sarcasmo o era droga. En los casos más lúdicos, era algo de poesía y sueños desvaídos; en los más adaptados, era el sueño con un puesto en el mismo ministerio donde trabajaba el padre, un acomodo grande de traje y de corbata, y un deseo de rancho, de prole, de brisa por la tarde y lotería siempre los domingos.

Esa primera noche, Emilio dio dos vueltas al pueblo y siempre desde fuera, pasando por detrás del cementerio y los depósitos. Nadie quiso creer en toda Providencia que el temblor escuchado era tan verdadero o mucho más incluso que los aterradores truenos provincianos que terminaban salpicando lluvias y granizos desde el borde hasta el centro o en cualquier otro pueblo. El miércoles, y recién ese miércoles y el jueves, Emilio se atrevió a acercarse a las calles, imaginando gritos y alborotos en las casas que iban iluminándose como en muy pocas noches de cualquier otro año recordado. El viernes, y aprovechando que sería feriado hasta el lunes de tarde, enfiló por el medio de la Avenida Francia y feliz de atreverse. El domingo, como un sueño cumplido, se encontró en “El Providenciano” con un titular a todo lo ancho sobre el nuevo fenómeno que nadie se atrevía a identificar enteramente y que el alcalde definía, él sí y sin dudarlo, como expresión de los males que acechaban al pueblo ante la inminente declaración oficial de Providencia como “aldea tradicional” y los múltiples beneficios que se esperaban de ello para los tejidos en hilo de las madres y abuelas y los fabricantes de licores con técnicas heredadas desde el mil ochocientos.

Después, y con el mismo ritmo de todos los después que demoraban años en el pueblo, alguien habló en la plaza de un segundo rugido que también se atrevía por Avenida Francia; de un zumbido que a veces en las noches se escuchaba como a veces se oían los camiones que pasaban por la Nacional, pero muy de vez en cuando y solamente antes de una tormenta. A partir de ese agosto y cuando del silencio de las noches quedaba poco o nada, la abuela dejó definitivamente de escuchar las radionovelas de las ocho y las nueve para seguir los círculos de ruido que nadie precisaba si venían del hospital o el cementerio. Los tres policías que se turnaban para cuidar el pueblo nunca dijeron nada. Don Esteban, y solo Don Esteban, fue el único que se atrevió a recordar públicamente las películas de un italiano que habían visto dos o tres veces en el cine de la municipalidad, en las que algunos jóvenes, todos en blanco y negro, se dejaban caer por rutas de la costa quitándoles silencio para empezar a los curas, después a los maestros y luego a todo un pueblo.

Las noches de Providencia nunca volvieron a ser lo que eran antes. A pesar de que en pleno invierno, y con gran alegría del alcalde, el gobierno había declarado a Providencia “aldea rural tradicional”, con todas las ayudas que eso suponía, las noches de silencio se fueron convirtiendo en ventanas cerradas, en esas noches con las que soñaba Emilio ya desde los dieciocho: horas llenas y enteras, ansiedad de motores en la plaza, un silencio desecho seguido, poco o mucho después, por muchos ruidos raros de camiones y alarmas.

domingo, 21 de agosto de 2011


De a uno y por la orilla

Cuando estás en una ciudad que no es la tuya y la atraviesas de lado, de un lado que es siempre diagonal porque no la conoces y te la encuentras como una fruta abierta sin método ni estilo, ves a los que están solos un viernes casi noche y sin afeites.

A las cuatro, a las seis y también a las ocho, si llegas a una plaza verás a las familias de monoparentales o multiloquesea. En el café de la esquina, te encontrarás con la abuela celebrando el cumpleaños con la hija y la nuera y con todos los chicos. A las siete, verás a las amigas codeando comentarios y un pedazo de torta, ya volviendo del cine o preparándose.

A las ocho y media, a las diez en verano, verás los que están solos en este y otros barrios. Los que quedaron solos después del café pulcro a media tarde. Los que compran algo ya cocinado o algo por cocinarse y siempre uno. Los que están en la cola con siempre menos gente y se hablan o preguntan.

Los que se alejan después en las esquinas, ya pensando en la tele o en el libro y, en las mejores ciudades, saludando de a uno a uno a los porteros. Con una sola bolsa y con la noche larga por delante, o quizás un resfrío.

La señora Elvira

La señora Elvira, antes de que se llame así y antes que la conozca, dormita en el único banquito que hay a la entrada de las Galerías Pacífico en Buenos Aires, un sábado a media tarde y rodeada de cientos de personas que vienen y sacan fotos, que vienen y se aglomeran, que vienen a buscar un regalo apurado para el día del niño.

Cuando me siento a su lado, pienso “¡Pobre señora!, dormitando aquí sola en medio del bullicio”. Pero apenas saco el mapa de la cartera para averiguar cómo vuelvo al hotel, la señora, esta señora Elvira, despierta, me pregunta dónde quiero ir y, al darse cuenta que voy en la misma dirección que ella, me pide que la acompañe porque el bastón no le alcanza para aguantar las piernas que le duelen y el cansancio que siente después de un almuerzo coronado con un postre exquisito con doble porción de dulce de leche.

Yo, que en los tres días que he estado en Buenos Aires he estado leyendo dos libros sobre la plena presencia en la vida cotidiana, pienso “A mí tenía que tocarme, ¿qué voy a hacer ahora?”, pero no puedo decir que no, primero y sobre todo por los libros pero después por ella, que me comenta el postre y se ríe y no se siente sola en esa banca. Enfilamos las dos, no sé si por Esmeralda o por Suipacha o por ninguna de esas calles, y nos vamos despacio mientras ella me cuenta, solo ella me cuenta y yo la escucho.

La señora Elvira vive sola en un piso en pleno centro y no parece tener parientes muy cercanos que la acompañen o la ayuden. Cuando le pregunto, un poco de soslayo, me dice que tiene muchos primos en España y varios en provincia. Alguien le hace las compras, alguien la lleva al banco a comienzos de mes y siempre hay alguien como yo que accede a acompañarla hasta su casa. Elvira no habla de hijos ni me habla de sobrinos; de repente, se apoya en el bastón y me dice riendo “A esta edad, uno tiene que hacer lo que quiera y cuando quiera: si quiere dormir, duerme; si quiere comer, come”. Pero se levanta todos los días y conoce a las chicas de todas las tiendas del centro comercial, sobre todo a las de “Extralarge” que son unas divinas.

Al frente de su casa, me dice que es soltera con una gran sonrisa “Es que los matrimonios son una lotería y yo estoy bien así, porque no me gusta que me digan lo que tengo que hacer”.

La señora Elvira divide todos los meses su jubilación de cuarenta años en Correos en cuatro partes iguales: un cuarto para mantener el piso, un cuarto para comida, un cuarto para médicos y un cuarto para salidas, la de hoy por ejemplo, la de esta misma tarde en la que se comió un postre con porción doble de dulce de leche, seguramente un regalo del mozo que la conoce desde hace veinte años y que la ve venir siempre igual de sonriente los martes y los sábados y a veces, cuando llueve, también un día jueves.

jueves, 11 de agosto de 2011

Palabras diferentes

Cuando trabajaba como traductora en un organismo internacional de una ciudad de las provincias del imperio, un buen hombre que venía de mes en mes a cobrarme el aporte para una organización de beneficencia me preguntó un día de esos a qué me dedicaba. Con mucha delicadeza, traté de explicarle que era traductora y que eso consistía en poner las palabras de un idioma, inglés, francés o portugués por hablar de algo, en castellano. Él se quedó mirándome y después de unos segundos me dijo: “Eso no debe ser nada de fácil, porque las palabras deben ser diferentes”.

Del cómo trabajar con palabras diferentes podría ser una buena definición de lo que es traducir, pero no solo de eso. Porque, de alguna manera y siempre, nos encontramos con palabras diferentes; entre otras cosas, cuando nos sentamos frente al famoso papel en blanco con la intención de convertir lo pensado en un texto que lo refleje más o menos, tarde o temprano, con frases hechas o con frases que aspiran a ser nuevas, con palabras del idioma que aprendimos de niños o con la que hemos adquirido o decidido adquirir en otro país con otra lengua.

Las palabras son siempre diferentes. Casi nunca decimos lo que queremos decir en todos sus matices; casi nunca logramos trasmitir lo que quisimos trasmitir y, al final, la comunicación y la literatura son siempre una serie de rebajes o admisiones, de aceptación de que nada es como lo imaginamos o quisimos. En el mejor de los casos, todo puede ser mejor, más sorprendente o más nuevo que las mejores intenciones. En el peor de todos, las palabras no alcanzan; ni las del diccionario ni las otras.

viernes, 5 de agosto de 2011

Copiando a Borges

En una noche de perfecto insomnio, sin alcohol y sin nubes, todo ser humano podría imaginar todas las formas posibles de la divinidad: única, doble, triple o colectiva, a la manera de los griegos. En las dos horas siguientes, evocaría sin mucha dificultad todos los juegos en los que se ha enredado, desde la más antigua niñez que pueda recordar hasta el mismísimo ahora de esa noche. En las dos o tres horas que queden desde entonces hasta la madrugada podría divertirse diseñando castillos o sociedades enteras hasta en sus más mínimos detalles. Las horas que falten para enterar el alba serían de soñar, pero despierto. Soñar, como soñamos todos, con escenas completas y llenas de misterios, escenas coloridas que recordará después sin saber si fueron más o apenas menos que los juegos y las elucubraciones de las dos y las tres de la mañana, universos completos de los que será protagonista, sin saber si el mundo va a acabarse ni si los animales que lo acechan son poesía o pesadilla. Símbolo de otros símbolos, simplemente cansancio.

5 de julio de 2011

viernes, 22 de julio de 2011

De las cosas que caben en un bolso

En un bolso más bien chico caben, o debería caber, el mínimo de objetos necesarios para un viaje en un avión precario o de propiedad de una empresa irlandesa, es decir un cepillo de dientes, un espejo, los remedios que se han ido haciendo más indispensables, pinzas en caso necesario y sobre todo porque son delgadas y no incomodan mucho, un perfume quizás, un par de aros y collares de los más livianos que encontremos, y dos o tres recuerdos.

El resto, dicen los entendidos, es enteramente prescindible. El resto, dicen los que no se han enterado de la existencia de los cronopios, puede llevarse en la mano o no llevarse. Lo importante es el bolso, ese bolso pequeño que nos define con su collar regalado por la mejor amiga, el ansiolítico o calmante favorito, sus colores y su procedencia; opaco y grueso en caso de venir de Guatemala, brillante y cargado de símbolos si viene de la India.

Si el bolso cumple con todos los requisitos mencionados, en la ciudad donde lleguemos no deberían pedirnos el pasaporte. Bastaría con que nos pidieran escarbar dentro de él para saber quién somos.

miércoles, 25 de mayo de 2011

Eco

Vicente descubrió el eco en una capilla casi sin adornos y por casualidad. Tenía nueve meses y estaba sentado en su silla de paseo cuando sintió que algo le repetía su “ah”.

Vicente siguió jugando con el doble sonido, dialogando durante mucho rato con el “ah” que se le devolvía desde lo más alto de la ojiva. Con el mejor y más antiguo de todos los asombros.

viernes, 20 de mayo de 2011

Escenas amorosas

Encontrado en una tarjeta de un centro turístico de Cartago, Costa Rica.

Es un lugar familiar, por tanto con el mayor respeto, se les ruega abstenerse de escenas amorosas. Muchas gracias por su comprensión. La Gerencia.