Cuando trabajaba como traductora en un organismo internacional de una ciudad de las provincias del imperio, un buen hombre que venía de mes en mes a cobrarme el aporte para una organización de beneficencia me preguntó un día de esos a qué me dedicaba. Con mucha delicadeza, traté de explicarle que era traductora y que eso consistía en poner las palabras de un idioma, inglés, francés o portugués por hablar de algo, en castellano. Él se quedó mirándome y después de unos segundos me dijo: “Eso no debe ser nada de fácil, porque las palabras deben ser diferentes”.
Del cómo trabajar con palabras diferentes podría ser una buena definición de lo que es traducir, pero no solo de eso. Porque, de alguna manera y siempre, nos encontramos con palabras diferentes; entre otras cosas, cuando nos sentamos frente al famoso papel en blanco con la intención de convertir lo pensado en un texto que lo refleje más o menos, tarde o temprano, con frases hechas o con frases que aspiran a ser nuevas, con palabras del idioma que aprendimos de niños o con la que hemos adquirido o decidido adquirir en otro país con otra lengua.
Las palabras son siempre diferentes. Casi nunca decimos lo que queremos decir en todos sus matices; casi nunca logramos trasmitir lo que quisimos trasmitir y, al final, la comunicación y la literatura son siempre una serie de rebajes o admisiones, de aceptación de que nada es como lo imaginamos o quisimos. En el mejor de los casos, todo puede ser mejor, más sorprendente o más nuevo que las mejores intenciones. En el peor de todos, las palabras no alcanzan; ni las del diccionario ni las otras.
jueves, 11 de agosto de 2011
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