(28.10.11)
Providencia de noche era un derrumbe, un foso. Antes de que llegara la televisión al pueblo y después que la abuela terminara de oír las radionovelas de las ocho y las nueve, Providencia era negro, era silencio. Quizás había grillos, quizá un búho o pájaros sin nombre las noches de verano, pero lo único que realmente se escuchaba en Providencia era vacío.
Por eso, desde la adolescencia, Emilio siempre quiso tener una moto. No solo tener una moto, la más nueva y moderna que fuera posible con lo que le alcanzaran los ahorros, sino una moto con tubo de escape abierto y capaz de provocar ladridos hasta en los perros del hospital, a dos kilómetros o más del centro y de la plaza. Una moto, imaginaba en las noches que empezaban igual en julio y en febrero, que fuera comienzo de algo, pero que sobre todo fuera final del tedio en ese pueblo callado, previsible y apenas poco más que rural en el que le había tocado nacer, como antes a sus padres, a sus abuelos y a muchos otros que nadie recordaba, condenados a repetir los mismos gestos día a día, los mismos recuerdos polvorientos, los mismos anticipos y las mismas vendimias.
Por suerte, apenas cumplidos los diecinueve Emilio pudo comprarse la moto que quería, no la más nueva ni la más brillante, sino la que tenía doble tubo de escape, el motor de arranque más rápido y estruendoso que se ofrecía en varias tiendas de la capital y una frenada brusca y sorda, mejor y más potente que hasta las más soñadas.
Después de comprarla, Emilio esperó casi una semana antes de estrenarla. Los días de entretanto se le fueron en pulirla con los mejores paños y los mejores productos que encontró en la ciudad, pensando como siempre en Providencia y sus noches de luto. En la tercera repasada, se inclinó finalmente por la noche del domingo, la noche más silenciosa de toda la semana si en algo hubieran podido compararse las noches con las noches en ese pueblo mínimo. A mediodía almorzó con sus padres y la abuela como en cualquier domingo. De tarde, se entretuvo un par de horas con los compañeros de liceo que celebraran el último verano en Providencia antes de entrar al instituto a estudiar notariado o técnicas agrícolas.
Nadie lo acompañó esa noche a retirar la sábana que escondía la moto en una esquina, entre el almacén de don Moncho y el abandono total de lo que ya empezaba a ser campo sin matices. Nadie lo acompañó en el primer intento ni en el primer arranque. Sus amigos, los amigos más cercanos de la escuela, no tenían nada que se pareciera a esa pasión; lo suyo era el sarcasmo o era droga. En los casos más lúdicos, era algo de poesía y sueños desvaídos; en los más adaptados, era el sueño con un puesto en el mismo ministerio donde trabajaba el padre, un acomodo grande de traje y de corbata, y un deseo de rancho, de prole, de brisa por la tarde y lotería siempre los domingos.
Esa primera noche, Emilio dio dos vueltas al pueblo y siempre desde fuera, pasando por detrás del cementerio y los depósitos. Nadie quiso creer en toda Providencia que el temblor escuchado era tan verdadero o mucho más incluso que los aterradores truenos provincianos que terminaban salpicando lluvias y granizos desde el borde hasta el centro o en cualquier otro pueblo. El miércoles, y recién ese miércoles y el jueves, Emilio se atrevió a acercarse a las calles, imaginando gritos y alborotos en las casas que iban iluminándose como en muy pocas noches de cualquier otro año recordado. El viernes, y aprovechando que sería feriado hasta el lunes de tarde, enfiló por el medio de la Avenida Francia y feliz de atreverse. El domingo, como un sueño cumplido, se encontró en “El Providenciano” con un titular a todo lo ancho sobre el nuevo fenómeno que nadie se atrevía a identificar enteramente y que el alcalde definía, él sí y sin dudarlo, como expresión de los males que acechaban al pueblo ante la inminente declaración oficial de Providencia como “aldea tradicional” y los múltiples beneficios que se esperaban de ello para los tejidos en hilo de las madres y abuelas y los fabricantes de licores con técnicas heredadas desde el mil ochocientos.
Después, y con el mismo ritmo de todos los después que demoraban años en el pueblo, alguien habló en la plaza de un segundo rugido que también se atrevía por Avenida Francia; de un zumbido que a veces en las noches se escuchaba como a veces se oían los camiones que pasaban por la Nacional, pero muy de vez en cuando y solamente antes de una tormenta. A partir de ese agosto y cuando del silencio de las noches quedaba poco o nada, la abuela dejó definitivamente de escuchar las radionovelas de las ocho y las nueve para seguir los círculos de ruido que nadie precisaba si venían del hospital o el cementerio. Los tres policías que se turnaban para cuidar el pueblo nunca dijeron nada. Don Esteban, y solo Don Esteban, fue el único que se atrevió a recordar públicamente las películas de un italiano que habían visto dos o tres veces en el cine de la municipalidad, en las que algunos jóvenes, todos en blanco y negro, se dejaban caer por rutas de la costa quitándoles silencio para empezar a los curas, después a los maestros y luego a todo un pueblo.
Las noches de Providencia nunca volvieron a ser lo que eran antes. A pesar de que en pleno invierno, y con gran alegría del alcalde, el gobierno había declarado a Providencia “aldea rural tradicional”, con todas las ayudas que eso suponía, las noches de silencio se fueron convirtiendo en ventanas cerradas, en esas noches con las que soñaba Emilio ya desde los dieciocho: horas llenas y enteras, ansiedad de motores en la plaza, un silencio desecho seguido, poco o mucho después, por muchos ruidos raros de camiones y alarmas.
miércoles, 2 de noviembre de 2011
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario