domingo, 23 de agosto de 2020
Suena raro, a medias timbre, a medias algo que solo se escucha en las películas. Demora en levantarlo, acostumbrado como está a encontrarse con la grabación de una encuesta sobre electrodomésticos o una oferta en un idioma demasiado rápido.
Piensa,
como siempre, en las excusas; piensa en cortar enseguida, en contestar en un
idioma igual de incomprensible. Piensa que mañana mismo pide que lo desconecten.
Piensa que por lo menos tendría que limpiarlo.
Es Carlos,
con ganas de salir y conversar, aunque tenga que ser con el pretexto de ir a
comprar algo. Se queda mirando el teléfono, que tendría que limpiar por lo
menos, y Carlos no lo ve, pero sonríe.
"¡Qué bueno que tengas algo para distraerte!”. Se lo repiten los amigos, los conocidos de antes y los pocos de ahora. Hasta el conserje sonríe cuando lo ve dejar los paquetes para que vengan a buscarlos, los mismos que antes llevaba a las librerías, llenos de esas libretas que hace con dibujos y con fotos impresas, siempre en un papel grueso, tapas hechas a mano y mucho espacio en blanco.
Distraerse.
Nunca ha entendido de qué hablan.
domingo, 16 de agosto de 2020
En el rincón, una luz cálida que apenas ilumina. Ella en el centro, chal rojo, sweater mostaza fuerte, las piernas escondidas. Sobre la colcha sin líneas ni dibujos, hila un collar con cuentas apiladas por colores. Mira lo que ya ha hecho, toma una nueva cuenta, la compara; a veces, la suelta y busca otra, le toma el peso con un gesto mínimo y la engancha en la aguja, vuelve a elegir la próxima. Después de un rato largo, cuando está casi oscuro, se levanta despacio, descuelga la cortina y vuelve a su tarea, siguiendo con las manos la luz de la pantalla.
“Ir al dentista” era uno de los mensajes que se repetía en el calendario de la computadora todas las semanas, junto con “renovar el pasaporte” y “comprar otra maleta”. La primera vez desde que empezó la cuarentena sintió que podía aguantar otros diez días. Se apareció de nuevo y lo postergó hasta diez días más, ¿cuánto podía durar eso? Cuando volvió a aparecer, casi pasado un mes, los plazos eran otros y decidió dejarlo para fines de mayo. Poco después y para no ilusionarse, lo aplazó hasta mediados de julio, como podría haber sido agosto o comienzos de octubre. No quería pensar en noviembre y mucho menos en enero.
jueves, 13 de agosto de 2020
No es por donde más camina, pero conoce bien ese parque contenido entre dos calles y casas de tres pisos de una riqueza antigua. Después de casi cinco meses, descubre a pocos pasos de la entrada una perfecta casita para pájaros que apenas se distingue entre las ramas. Pasos más adelante, una plataforma de madera, un resto de colchón y jirones de plástico encajados en un árbol.
En ese
barrio en el que a la salida del colegio jugaban niños con los mejores
uniformes, alguien quizá encontró en estos meses un lugar donde recibe los
restos de la pastelería que sigue vendiendo dulces y café en una mesa instalada
en la vereda, donde encuentra ropa y toallas tiradas cerca de la basura. Otra forma
de nido.
En medio de la tranquilidad obligatoria y poco antes de las once de la noche, alguien tira una botella que rebota. Ni carcajadas antes ni después. Ni música ni gritos. Fuera del sobresalto, ¿quién lo hizo?, ¿alguien al que se le terminaron la primera y la segunda y va por la mitad de la tercera? ¿alguien que decidió que nunca más? ¿Una ilusión de fiesta hasta la madrugada? ¿O solo un gesto para romper ese silencio?
sábado, 1 de agosto de 2020
Eran las
once con treinta y seis minutos cuando empezó a temblar. Primero fue el vaivén lento,
que podría haber sido otra cosa; luego el crujido de los estantes, el remezón
de las paredes. Corrió a la puerta y se instaló en la entrada, como si estar
ahí la protegiera. Por primera vez, nadie salió a mirar o a acompañarse.
Mientras siguió temblando, solo ella aferrada a las maderas. Solo el corredor
largo con luces más que blancas moviéndose junto con el techo.
Empiezan a
asomarse sin esperar que anuncien el final del encierro. El chinchinero, que
da vueltas con el tambor a cuestas y el mismo empeño de hace cuatro meses. El
afilador de cuchillos que solo se escuchaba desde lejos, desde tan lejos que
podría haber sido ya hace medio siglo. El vendedor de algas, que las muestra
hacia arriba como antes las mostraba de casa en casa, y se aleja con un grito indescifrable.
Los sábados
siguen viniendo los dos adolescentes que arrastran una maleta descolorida y que
no venden nada; solo piden comida.