domingo, 26 de julio de 2020



Ya había seis platos rotos en el suelo cuando la detuvieron los golpes en la puerta de alguien que había oído el rebote de las ollas y los gritos. “Los mismos platos, los mismos días, mismos…” se oyó gritar antes de ver que le sangraba un pie, antes de empezar a darse cuenta que lloraba.



Apaga el motor, abre la puerta de atrás y saca un atadito quieto de dos años que apenas puede moverse por la chaqueta inflada que esconde varias capas de lana de distintos colores asomadas por las mangas.
En la plaza, sin fijarse si los miran o no desde los edificios, recuerda el juego de hace más de veinte años y gira hasta marearse con los brazos abiertos, seguido por esa risa abierta que lo sigue alrededor del árbol grande, el único que todavía queda en ese triángulo con una fuente en miniatura y bancos de madera. Por un rato, no distingue su risa de la otra y se mueven los dos alrededor del mismo tronco.
Se demora en sentarlo en la silla de atrás y dejarlo ahí quieto nuevamente. Por el espejo, lo ve despedirse de la plaza, sonriendo.

lunes, 20 de julio de 2020



En esa calle estrecha, solo un papá y seguramente un niño en el coche del que asoma una manta verde que lo llena. Nada más que ellos y los perros escondidos que ladran a los lados. Cuesta creer que detrás de una curva haya un organillero, quién sabe con qué esperanzas y qué miedos. Seguramente el mismo que bajaba cada día hasta la plaza, tocando “Las mañanitas” como cualquier tarde de domingo.


sábado, 18 de julio de 2020



En un solo lunes de febrero del 2021, Clara recibe una caja con cheques de los que ya no usa. dos pantalones gruesos para los días más fríos del invierno, una caja de chocolates en papel de regalo pero sin remitente y un paraguas. Un juguete que encargó con anticipación para un cumpleaños. Dos pares de zapatos que no recuerda haber encargado y que no sabe para qué necesitaba.



Era un martes o un miércoles y lo único seguro era una niebla rara, no muy espesa pero lo suficientemente niebla como para esconder los árboles del otro lado de la calle. Debía ser invierno, ya, después de cuatro meses. Para ese gris no bastaba con subir el volumen de la radio. Se puso un abrigo liviano que no la incomodara y los zapatos más cómodos que encontró en el fondo del clóset, sin limpiarles el polvo acumulado.
Ya en la calle, la avenida se ensancha y la niebla tiene un frescor tan nuevo y olvidado que sigue caminando sin bajar la cabeza cuando se cruza con todos los que llevan mascarilla. Y sigue caminando, sin cartera, sin nada en los bolsillos.

sábado, 11 de julio de 2020


Camino a la farmacia, las calles están llenas de un sol limpio que ilumina los árboles y chispotea las veredas al día siguiente de la lluvia. En una esquina y de repente, de lado a lado de todo lo que se alcanza a ver, está la cordillera, completa, interminable, de un blanco insospechado desde la pobre unión de sus dos únicas ventanas.
Por comprar algo, compra un champú y una bolsa de mentas y se queda de pie, apoyada en un poste, hasta que empiezan a dolerle las piernas por el frío y las nubes empiezan a borrar lo que era puro brillo.


Dos veces por semana y con permiso para ir a la farmacia que queda a pocos pasos, Francisca y Pablo se encuentran en la plaza, compran café y galletas en la pastelería que vende desde un carrito improvisado en la vereda y se sientan a conversar lo más lejos que pueden alargando el permiso hasta los últimos minutos, gustando cada gesto y cada sorbo como un licor escaso y exquisito. 

miércoles, 1 de julio de 2020



Después de esperar tanto que el cielo deje de ser un gris parejo, de vigilar los pedazos que se alcanzan a ver desde ese tercer piso, esa noche se enteran de que llueve por los hilos de agua en las ventanas y solo un eco de algo que gotea. Desde el encierro, a la mañana siguiente la nieve es un reflejo en el ventanal del frente; la lluvia, solo un brillo en los charcos perdidos. El aire limpio hace brillar la luz en las ramas más altas de los árboles.  



La abuela va más atrás y lento, porque camina y teje al mismo tiempo. Adelante, van su hijo y su nuera, con una bolsa abierta de chocolates y caramelos varios. Más adelante, va Daniel, de ocho años, que se da vuelta a cada paso para sacar un dulce y luego mira al frente, tironeado por la correa de Punky, que va a la cabeza.
No se necesita un permiso especial para pasear durante media hora a una mascota.