Las mañanas eran siempre
de invierno, quizá porque a esa hora seguía estando frío, quizá por encontrarse
de nuevo en el encierro. Por eso, bajó de los armarios varios chalecos que se iba
turnando encima del piyama mientras paseaba la taza de café, ahora sin apuro.
A media mañana, cuando
por unas horas había parecido que en verdad era invierno, empezaba a asomar un sol
tranquilo que lo iba acompañando con un sabor de otoño mientras trataba de
improvisar algo en la cocina. Era un otoño lento, como son los otoños; luz
dorada y de lado, punteada por las hojas de los árboles.
De las tres a las siete
volvía a ser verano y hasta era difícil leer en la terraza.
En la noche, tenía que echar mano de nuevo a algún chaleco. Lo único que faltaba era la primavera, tan lejos todavía.
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