Después de la epidemia,
los primeros aviones salieron con unos pocos pasajeros, los más necesitados. Al
correrse la voz y en cuestión de unos días, los aeropuertos dejaron de ser un
vacío sin eco, sillas vacías, pasillos transparentes. Volvieron los anuncios, reabrieron
las tiendas.
Las azafatas empezaron a
notarlo enseguida y se lo comentaron a los pilotos que, felices de estar de
nuevo al mando, no le dieron importancia. La segunda semana, y a pesar de que
no las apoyaban, tuvieron que informar de ese fenómeno. Después de retirar
las bandejas de la comida en los viajes más largos, ya ningún pasajero encendía
la pantalla. Los que iban de a varios en una misma fila, se sorteaban los turnos
para quedar al lado de la ventanilla y, ahí, por unas horas o lo que hubieran
acordado, se quedaban mirando la noche, buscando las estrellas, tratando de
adivinar los nombres de las ciudades por las que pasaban. Los demás jugaban a
las cartas o a las adivinanzas, juegos de niños como mirar las nubes,
sorprendidos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario