miércoles, 27 de diciembre de 2017
En las mañanas no hay casi nada más que
ruidos y cemento. En pleno mes de julio, no hay pájaros, ni siquiera hay
silencio.
Por eso, no queda otra que escuchar a los
perros en la tarde: los que se ponen a pelear en las veredas, los que chillan
encerrados y celosos, los que algo ladran desde los pocos patios que nos
quedan.
jueves, 19 de octubre de 2017
Desde que
instalaron la grúa y durante once meses, hasta que terminaron el monstruo de la
esquina, Romina y yo jugamos todos los días al juego del silencio. Incluso en
las noches, cuando parecía haber un ruido como un ripio que seguía moviéndose;
incluso los domingos, cuando solo quedaba el cuidador y nada se movía.
Romina siempre se
apuntaba los mejores silencios, los que quedaban entre un escarbe y otro de la
retroexcavadora, entre los martillazos después, entre un camión y otro lleno de
materiales. Cuando los encontraba, nos quedábamos quietos aunque fuera un
segundo, felices de escuchar cómo se detenía el aire, sin respirar, atentos.
Yo, en cambio, era el mejor de los dos cuando se trataba de escuchar a los
pájaros. A la hora del almuerzo, cuando todas las máquinas se apagaban, o a
veces hasta en medio del ruido, yo era el que avisaba que se venía un trino.
En octubre,
cuando ya reconocíamos de memoria todas esas calmas, Romina empezó a oler algo
muy parecido a esos silencios que oímos venir desde su patio. Pueden haber sido
las plantas del vecino, que recortaba todas las semanas para que nadie las
viera asomarse por la reja. El liquidámbar de la casa de la esquina, el jazmín que
no dejaba de crecer todo el invierno. Algo era y distinto.
Nadie nos creía;
por supuesto que nadie nos creía. Ni mis hermanos ni los amigos de Romina. Pero
no nos importaba, porque estábamos solos y contentos. A veces, una cursilería,
nos quedábamos con los ojos llenos de lágrimas como dicen en los libros. Como Michu,
el gato de Romina que apenas levanta una oreja si un hay pájaro cerca.
Cuando terminaron
la construcción, seguimos juntándonos en la tarde a buscar los vacíos que nos
dejaba el barrio. Ese verano los llamamos resquicios, una palabra que habíamos aprendido
hacía poco en el colegio. Resquicios. O rincones, como decía ella mientras yo
la miraba.
domingo, 24 de septiembre de 2017
martes, 19 de septiembre de 2017
domingo, 10 de septiembre de 2017
Olvidos
Me acuerdo de la
palabra cátodo; de ánodo, electrógeno. Me acuerdo de peripatético, una palabra
difícil como todas las esdrújulas. Pero me cuesta mucho recordar cómo se llama
ese objeto en que se ponen plantas. Hoy digo “macetas” y no me cuesta nada,
pero hay días en que puedo pasar horas de un idioma a otro, de las listas de sinónimos
a los diccionarios ilustrados, sin poder recordarla.
El doctor dice
que no me preocupe; que es un caso de olvido parcial y, muy amablemente, “un estado típico de su edad”.
Pero el día en que ya no pueda recordar la palabra “entrañable”, la palabra “sorpresa”,
me voy a preocupar. En serio.
lunes, 4 de septiembre de 2017
Después
de un viaje
Gracias por esta luz
casi de primavera.
Gracias por el café,
por el lila moteado de mi taza.
Gracias por el cepillo;
el cepillo, el agua, la peineta.
Gracias por el tamaño
de mi baño,
por todos los cajones.
Por la cocina eléctrica
que siempre me impacienta;
por las carreras de los niños
del octavo;
por el blanco
demasiado parejo en los pasillos.
Por los portazos,
estos.
sábado, 24 de junio de 2017
El
silencio, se dio cuenta enseguida, era mucho más grande que oír nada. Más
fuerte y frágil que la falta de ruido.
Eso
lo descubrió un jueves en la tarde y se quedó sintiéndolo todo el fin de
semana.
El
silencio, se le ocurrió al comienzo, era una falta. Luego pensó que era un
alivio. Lo encontró en los rincones y le gustó la forma que tenía, que era no
tener forma. Después, lo encontró en el balcón antes de que aclarara, apenas
distraído por unos pocos pájaros. Lo sorprendió más tarde, en pleno día entre
los bocinazos.
En
la noche, cuando recién empezaba a entenderlo o creer que entendía, lo descubrió
al lado de un semáforo, medio escondido y nuevamente apenas. No dejó de buscar
y de írselo encontrando en la fila del metro, en los pasillos de los
supermercados, en los árboles tranquilos de la plaza. Entre los gritos de los
niños que jugaban, siempre a su alrededor y siempre abierto.
Solo unos pocos días al año podía darse el
lujo de instalarse a leer en la terraza. Los demás eran muy calurosos, muy
fríos, muy oscuros, nublados o lluviosos. O simplemente días de semana en los
que el ruido de los autos no lo dejaba concentrarse y se imaginaba absorbiendo
sin quererlo cantidades enormes de algún tipo de mierda.
En esos pocos días, los mejores, se instalaba
a un lado de la mesa cuando empezaba a atardecer y apoyaba las piernas en otra silla.
El sol se iba escondiendo lento, y había brisa y había algunos pájaros en la
punta de un árbol.
El mismo libro que había ido leyendo, antes, recostado
en la cabecera de la cama o el sillón, se hacía más liviano y sonreía contento como
siempre cuando encontraba una frase subrayable. Aunque distinto ahora, con más
pausas.
Tenía tantas fotos en los álbumes, ya no de
papel ni nada parecido, que a veces, en la noche, cuando no se le ocurría nada
mejor que hacer, se metía a escarbarlas.
En cada nueva búsqueda, no podía dejar de
eliminar las fotos que habían sido recuerdo de un momento pero que no servían,
ahora, ni siquiera como eso.
Entonces las borraba. Las primeras en caer a
la carpeta de basura eran siempre las estatuas y los bustos; luego las calles,
los letreros, las fotos de familias en los trenes. Algo se alivianaba o se limpiaba,
pero con cada “al tacho” se iban tantos instantes que, al llegar a la cama, no
podía dejar de preguntarse dónde se habrían ido, en qué memoria estaban después
de tanto tiempo.
viernes, 10 de marzo de 2017
Eran días al revés, de doce o catorce
horas de sueño, después de nueve o más de caminatas. En la guía de viaje había destacado
en amarillo todos los lugares donde quería ir, los que le habían recomendado,
los que encontró en muchas otras búsquedas. Con un lápiz azul iba borrando los
lugares recorridos; iba rápido, solo tenía cinco días.
Como había planeado desde hacía varios meses,
se despertaba a las siete y ya media hora después estaba desayunando el café
deslavado y la mezcla casi fría de huevos con jamón que ofrecían en el hostal, uno
de los mejores de la calle. Esa calle por donde, cuando salía al poco rato para
convertirse en una de los ocho y más millones que la recorrían cada año según
las estadísticas, se veía venir a los recién levantados como ella, mucho sin
haberse lavado ni acomodado el pelo, desgranados o en grupos, familias o
parejas en su luna de miel, parejas recién hechas, de la noche anterior, rodando
por ahí con la maleta mínima que aceptan en los vuelos más baratos o con nada
en las manos, salvo la misma guía, sin subrayar quizá, sin entrecruces de
colores.
En
las noches, en vez de una cerveza o ese vino que vendían como dulce y como
auténtico, prefería encerrarse en el cuarto a
repasar los lugares de mañana; a compartir con los amigos las fotos que había
ido tomado desde la puerta, esas raras imágenes de los que se detenían y, sin sacarse
fotos, miraban hacia arriba, donde curiosamente revoloteaban cuervos y
gaviotas.
Cuando leyó la carta esa primera vez, debe de
haber llorado. Al comienzo, sobre todo al final lleno de besos. Del sobre la pasó
a la billetera, para llevarla siempre; de la billetera a una carpeta de
recuerdos con su nombre; de la carpeta a un montón de papeles de los que hasta
hace poco no quería deshacerse. Durante varios años, le bastaba tocarla para
sentirse cómplice y querida. Después nunca volvió a saber por qué no la rompía.
Una mañana, lejos del campo, de un pedazo de
tierra, la juntó con papeles que llevaba pasando de una casa a otra casa, los
puso en una fuente y les hundió dos fósforos. Viejos y secos, ardieron los
papeles sin que quedara nada más que pétalos de hollín. Al lado, en el mismo lavaplatos,
seguían remojándose una olla y dos platos de ayer, un trapo enjabonado, algunas
cáscaras. El fuego continuó hasta no dejar nada, solo unos humos secos.
jueves, 26 de enero de 2017
Para
volar (o no volar) en avión
Dicen que el cielo es lo mismo que la Tierra:
una gran carretera. El cielo podría ser el lugar de donde nos caemos, pero el
cielo solamente nos recuerda que en esta no hay señales, que todo es pasajero.
En los aviones, los más ansiosos piden varios
vasos de vino o lo que venga. Los más hambrientos piden un postre doble. Los
más solos se aferran a la pantalla, a la princesa que vuelve a la película después
de treinta años. Los más místicos buscan constelaciones, sin dejar que la
azafata les baje la ventana cuando comienza la venta de perfumes. Los más
miedosos se quedan entremedio, auscultando el reloj y el mapa que les da un
poco de calma.
La luna hace lo suyo. Por debajo, pueblos en
cáscaras de luz; pueblos que son apenas un contorno, desconocidos, nada más que
un esbozo debajo de las nubes.
La noche es larga y el día llega absurdo, se
viene encima cuando recién el sueño.
En una buena novela solo se nos diría que el
aire nos empuja.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)