Solo unos pocos días al año podía darse el
lujo de instalarse a leer en la terraza. Los demás eran muy calurosos, muy
fríos, muy oscuros, nublados o lluviosos. O simplemente días de semana en los
que el ruido de los autos no lo dejaba concentrarse y se imaginaba absorbiendo
sin quererlo cantidades enormes de algún tipo de mierda.
En esos pocos días, los mejores, se instalaba
a un lado de la mesa cuando empezaba a atardecer y apoyaba las piernas en otra silla.
El sol se iba escondiendo lento, y había brisa y había algunos pájaros en la
punta de un árbol.
El mismo libro que había ido leyendo, antes, recostado
en la cabecera de la cama o el sillón, se hacía más liviano y sonreía contento como
siempre cuando encontraba una frase subrayable. Aunque distinto ahora, con más
pausas.
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