sábado, 24 de junio de 2017

Solo unos pocos días al año podía darse el lujo de instalarse a leer en la terraza. Los demás eran muy calurosos, muy fríos, muy oscuros, nublados o lluviosos. O simplemente días de semana en los que el ruido de los autos no lo dejaba concentrarse y se imaginaba absorbiendo sin quererlo cantidades enormes de algún tipo de mierda.

En esos pocos días, los mejores, se instalaba a un lado de la mesa cuando empezaba a atardecer y apoyaba las piernas en otra silla. El sol se iba escondiendo lento, y había brisa y había algunos pájaros en la punta de un árbol.


El mismo libro que había ido leyendo, antes, recostado en la cabecera de la cama o el sillón, se hacía más liviano y sonreía contento como siempre cuando encontraba una frase subrayable. Aunque distinto ahora, con más pausas.  

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