Cuando leyó la carta esa primera vez, debe de
haber llorado. Al comienzo, sobre todo al final lleno de besos. Del sobre la pasó
a la billetera, para llevarla siempre; de la billetera a una carpeta de
recuerdos con su nombre; de la carpeta a un montón de papeles de los que hasta
hace poco no quería deshacerse. Durante varios años, le bastaba tocarla para
sentirse cómplice y querida. Después nunca volvió a saber por qué no la rompía.
Una mañana, lejos del campo, de un pedazo de
tierra, la juntó con papeles que llevaba pasando de una casa a otra casa, los
puso en una fuente y les hundió dos fósforos. Viejos y secos, ardieron los
papeles sin que quedara nada más que pétalos de hollín. Al lado, en el mismo lavaplatos,
seguían remojándose una olla y dos platos de ayer, un trapo enjabonado, algunas
cáscaras. El fuego continuó hasta no dejar nada, solo unos humos secos.
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