El miedo que empezaba a sentir apenas oscurecía no era a
que la noche fuera más larga que las otras, a que se convirtiera en un
insoportable darse vueltas en la cama.
Era el miedo a que volviera la misma pesadilla de las
noches pasadas. Dos hombres en el balcón amenazándolo con entrar a la casa por
la fuerza y él solo con un cucharón de madera en la mano, el crujido del
vidrio, sus manos que buscaban otro objeto.
La pesadilla tenía un buen final, porque cuando trataba
de cerrar con llave la puerta que los separaba se daba cuenta que había estado
siempre abierta y ellos del otro lado. Pero seguía costándole dormirse.