sábado, 31 de diciembre de 2016


Hay un perro que ladra más allá del canal, en el límite de algo que podría ser campo en los pocos silencios de los autos.


En ese espacio el barrio se emborrona y ya no es edificios. Podría ser arbustos, una cerca liviana. Lo que fue no hace mucho, antes de que lo único que recuerde lo verde fueran los nombres de flores en las calles. 
Un hombre silba en esta misma calle. Silba desde hace días y desde muy temprano un silbido sin ritmo pero entero.

No silba mientras barre ni silba mientras riega, porque nunca lo veo. Silba quizá en un turno de conserje o inválido en un cuarto sin terraza, desde las siete y media a las tres de la tarde. Y silba sin descanso, sin hacer una pausa.


El suyo es un trabajo que no se acaba nunca. 
Allá en Besarabia, cuando tenía 10 años, una gitana le dijo a su abuela que iba a vivir hasta los noventa años, ni uno más ni uno menos. Cuando cumplió noventa y uno, no supo qué hacer con eso y cayó en cama con una enfermedad casi sin síntomas. Vivió cinco años más sabiendo apenas lo que le pasaba. En los pocos ratos de lucidez, cuando distinguía en un rincón telarañas invisibles para todos los demás, recordaba el augurio en su idioma de antes y se escondía encogida entre las sábanas.   


A Juan nadie la dijo nunca cuándo se iba a morir, pero siempre creyó que sería a los ochenta y cuatro. Por eso, ya varios años antes empezó a deshacerse de todos sus escritos, de las cartas, de los kilos de artículos que había ido guardando con la idea de releerlos algún día. Cuando cumplió ochenta y tres, con poco que leer y sin ninguna gana de ver televisión o hacer un viaje largo, empezó a recorrer el barrio sin llevar ni siquiera las llaves de la casa, tratando de perderse en las calles oblicuas. Siempre con la esperanza de una buena caída, sencilla y contundente, mucho antes de que alguien llegara a socorrerlo. 

lunes, 31 de octubre de 2016


Él le mentía, diciéndole que odiaba el vino y las parrandas.
Ella ocultándole que iba a la iglesia no solo los domingos sino también algunos martes.

Y no se daban cuenta, atentos él y ella a cada beso.

Nunca hizo ejercicios hasta los 81, cuando empezó a caminar de una punta a la otra de su departamento por ese pasillo enorme que empezaba en la puerta, tan eco y tan oscuro a veces, incluso sin sus pasos.
Y nunca tomó vino hasta ese mismo año, en que se fue atreviendo con una media copa en los cumpleaños.

Murió poco después de un cáncer que no llegó a enterarse de su esfuerzo.

viernes, 19 de agosto de 2016

Ayer, después de varios días de ir leyendo su último libro de cuentos sobre tipos perdidos en moteles de última, excampeones de box que persiguen recuerdos y borrachines varios, me sorprendió el autor en la mesa de al lado de un café sin estrellas. Ahí estaba, en la mesa del rincón con un amigo, ni tomando un buen whiskey ni una copa de nada, las manos hechas nudo, el pelo alborotado, lento, senil a ratos. 

Cuando se levantó, pensé en decirle algo, pensé acercarme, en hablarle del libro, de todos los que tengo, de lo mucho que me emociona su mirada. Pero no quise hacerlo; por él, por mí, no sé. Por guardar solamente el azul de sus ojos, que sigue siendo el mismo de sus primeras fotos. 

Escribes. Como todas las noches, te sientas a escribir.  A veces, solo unas pocas líneas, un retrato, una imagen.
Como todas las noches, describes lo que sea: una conversación entre dos desconocidos, una sonrisa, algunas frases sueltas sin ningún punto aparte.
Escribes cuentos que no llevan a nada, título y poco más, deshilachados.

Escribes y una noche el cuento se completa, no porque lo hayas querido más que otros. Simplemente.

Siempre en la noche, trataba de imitar ese ruido que bajaba golpeando desde el cielo. Lo intentaba con piedras, con maderas, con la voz inclusive, mientras los demás dormían tranquilos en su propio silencio. Nada alcanzaba a imitar el temblor y tanta fuerza, pero seguía intentándolo, ahora con cascabeles, con pedazos de huesos, por él y por los otros. No sabía y no lo supo nunca que era el primer músico, ahí, desde ese fondo de las rocas oscuras.



viernes, 29 de julio de 2016

A pocas cuadras del mar. los buitres ya no se encaraman en los árboles, sino que se pasean por lo techos asustando a los perros, espantando a los gatos. Compiten con el mar patios llenos de escombros y pedazos de tela, una botillería en cada esquina, reparadoras de autos, nada verde ni vivo.    

sábado, 21 de mayo de 2016

Nadie en la calle.
Perros.
Seguidilla de dientes
y mangueras.
Ficción de barrio,
vida puertas adentro.

Diente y rejas.
Ladra de día
en un gemido ronco.
De noche llora lento;
cachorro solo,
desesperado de ecos.

Soy la única que lo oye,
noche y día.



lunes, 28 de marzo de 2016


Con un menos de luz
este podría ser,
a ratos,
un barrio de provincia.

sábado, 9 de enero de 2016

Debajo del único árbol que da sombra de un parque inaugurado hace unos pocos años por el alcalde para contentar a los vecinos cansados de pasearse entre cemento y las pilas de basura que va dejando el río, una pareja se abraza en una silla de playa para uno.