sábado, 31 de diciembre de 2016

Allá en Besarabia, cuando tenía 10 años, una gitana le dijo a su abuela que iba a vivir hasta los noventa años, ni uno más ni uno menos. Cuando cumplió noventa y uno, no supo qué hacer con eso y cayó en cama con una enfermedad casi sin síntomas. Vivió cinco años más sabiendo apenas lo que le pasaba. En los pocos ratos de lucidez, cuando distinguía en un rincón telarañas invisibles para todos los demás, recordaba el augurio en su idioma de antes y se escondía encogida entre las sábanas.   


A Juan nadie la dijo nunca cuándo se iba a morir, pero siempre creyó que sería a los ochenta y cuatro. Por eso, ya varios años antes empezó a deshacerse de todos sus escritos, de las cartas, de los kilos de artículos que había ido guardando con la idea de releerlos algún día. Cuando cumplió ochenta y tres, con poco que leer y sin ninguna gana de ver televisión o hacer un viaje largo, empezó a recorrer el barrio sin llevar ni siquiera las llaves de la casa, tratando de perderse en las calles oblicuas. Siempre con la esperanza de una buena caída, sencilla y contundente, mucho antes de que alguien llegara a socorrerlo. 

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