lunes, 30 de noviembre de 2020
Dicen que esto no va a durar,
que es el típico veranito de San Juan, que en el otoño volveremos al encierro y
sus mezquinas salidas permitidas. Mientras espera a un amigo en un café, con un
espresso a mano y dos de sus medialunas favoritas, mira hacia arriba y
hay un rayo de sol. Un calor tibio entre las ramas.
El paquete de mascarillas chinas
viene con una advertencia en letras grandes: “Recuerde que entre su boca y la
tela hay un enorme espacio”. “¡Enorme espacio!”, piensa, “¡a los chinos no más
se les ocurre!”. Cuando lleva corriendo más de cinco minutos, no hay espacio, solo
ahogo. Mira a los que se cruza, a los que pasan con la cara descubierta por la
otra vereda. Aspira a fondo, como en un ejercicio, y se imagina a millones de
chinos que corren por sus calles, sonriendo.
martes, 17 de noviembre de 2020
Las campanas de la iglesia cerrada siguen sonando puntuales a las ocho. En estos días largos, no es que suenen a iglesia; suenan solo a recuerdo del barrio y de la hora, de lo que tendría que comer aunque sin ganas.
Camino a la cocina, ve el cielo rojo de un atardecer lento, mucho más smog que nubes. Y se sorprende con una luna nueva casi perdida entre los edificios. Casualidad o no, cantan los pájaros.
En la primera vuelta, le gustó como corría, sin la desesperación de tantos corredores, y hasta se daba tiempo para mirar un jacarandá con flores nuevas. Después le gustaron las zapatillas que llevaba, el pelo suelto. Los todo y nada de los buenos encuentros.
En la segunda vuelta, empezó a
correr más lento para volver a cruzarse con ella cerca de las muy prohibidas máquinas de ejercicios y no llegó hasta la calle que se había puesto como meta,
para no demorar el otro cruce.
La tercera fue mucho más corta
que las otras y se quedó en un gesto de estirar las piernas, casi seguro de que ella también iba más
lento. Aunque siempre con la duda de si le sonreía, como él a ella, desde
debajo de la mascarilla.
lunes, 9 de noviembre de 2020
Es tanto lo que le gusta y lo tranquiliza el sonido de un saxo que alguien toca en las tardes, dulce sin ser dulzón, que se pone un suéter sobre la ropa con que anda todo el día y baja. La plaza está rodeada de cintas amarillas para que nadie entre, pero ahí está el músico, descansando después de más de una hora de ejercicios. Se le acerca y empieza a conversarle. Él, muy amable, le cuenta que es un instrumento nuevo y le explica los sonidos sin apuro.
Esa noche, cuando recuerda los detalles que le alegraron algo el día, se pregunta qué habrá pensado de ese señor mayor, casi en piyamas, que también se atrevió a cruzar las cintas.
Al comienzo, cuando tuvieron que dejar de verse, le escribía frases completas varias veces al día. Después las frases se fueron distanciando y quedaron palabras, imágenes copiadas de otros mensajes y, por último, signos de exclamación después de un simple “hola”. Lo que quisiera hoy, en este encierro, es que pregunte, que le cuente en qué está, que lo despierte si fuera necesario para contarle un sueño.
domingo, 1 de noviembre de 2020
De los varios que detuvieron en la calle después del toque de queda, Luis declaró que solo quería saber cómo se veía el cielo, que no le bastaba con la falta de voces para que eso pareciera una noche de verdad. Porque silencio y noche no lo es lo mismo, declaró también. En ese barrio de calles cortas y con mascarilla puesta, ¿a quién podía hacerle daño que saliera a mirar las estrellas, que ahora sí se veían? Como antes solamente después de viento o lluvia.
Después de treinta años de trabajar en el banco, primero atendiendo público y sacando cuentas en una maquinita de las que ahora venden los anticuarios y después ascendiendo hasta llegar a jefe de área, entre todos los compañeros le regalaron un reloj. Un reloj con pulsera de plástico que nunca se quitaba. Un día de esos en que no se podía salir sin permiso, aprovechó la calle vacía para dejarlo lentamente en la cuneta; sin rabia, seguro de que no le hacía falta.