domingo, 4 de noviembre de 2018
ESPERANDO UNA SOPA
Ya hace tiempo que me instalo desde
temprano en la puerta de esta farmacia grande hasta con restorán donde abro y
cierro la puerta la abro y la cierro cada vez que viene alguien. Algunos ni me
miran otros me dejan cosas aunque tampoco miran mayormente dulces galletas un
café una sopa de esas con tallarines que salen calentitas de la máquina. Y
junto algunos pesos no muchos pero de sobra para venir en el metro y devolverme
al lugar ese que le llaman albergue le llaman hospedería pero es una casa donde
paso la noche y no más. Ahí estoy tranquilo una suerte cuando hay tantos
lugares donde te roban los zapatos los calcetines todo lo que te saques
mientras duermes. También me dan un guiso que no quiero pensar todo lo que le
ponen pero puedo escribir seguir con el cuaderno que un día le mostré a un tipo
con una cara típica de programa de la tele.
El tipo se lo llevó al tiro casi
me lo quitó para llevárselo porque dijo que le gustaban los dibujos que hago
por todos lados o sea las palabras y todos los dibujos.
Ahora está haciendo frío y ya van
más de dos horas sin que me den un té un café nada una sopa que me caliente el
cuerpo pero sigo escribiendo. Sigo escribiendo y acordándome lo que tenía
escrito en el cuaderno lo que pasó después lo que llevo esperando a que vuelva
el tipo ese para llevarme a su programa. La lluvia de esta mañana me mojó toda la
ropa y el chaleco lo tengo colgado en uno de los postes que tienen a la entrada
porque el resto no me lo puedo sacar y me aguanto no más aunque a ratos tirito.
También me acuerdo del profe que
nos enseñaba a escribir y que siempre nos dijo que después de un rato hay que
poner un punto o sea que aquí estoy aunque ya son las 11 y yo sin pestañear por
si acaso mientras sigo escribiendo y abro y cierro la puerta la abro y la
cierro cuando aparece alguien esperando una sopa antes de irme. Y entonces pongo
un punto.
domingo, 2 de septiembre de 2018
Víctor y Nora
Víctor, me lo contó él mismo, lleva casi treinta años trabajando de
estacionador en esa esquina a la que llega a las siete de la mañana, antes de
que aparezcan los clientes, y les ayuda a las señoras de la farmacia a quitar
los candados, a levantar la reja, a barrer la vereda. Ellas le dan el primer
café del día; el pan lo trae él, casi caliente, de la panadería de su barrio.
Desde la muerte de su mujer, me lo contó él mismo, vive solo en una pieza a
más de una hora y media. Un día, cuando andaba cesante, buscando algún lugar
donde lo dejaran trabajar de acarreador de bolsas, de portero, de barredor, de
lo que fuera, se topó con la esquina, esta, su esquina, donde no había nadie
que acomodara autos. Así era en esos años, cuando solo estaban la farmacia y un
almacén recién abierto, manchones raros entre casas todavía llenas de familia,
lindas, blancas y de dos pisos todas, muy cerca de la iglesia y rodeadas de los
mismos castaños que ahora les dan a sombra a las moles idénticas de doce y
quince pisos.
La Navidad pasada me explicó que habría preferido quedarse en su pieza,
solo, con un pedazo de pan de pascua y mirando las noticias, pero su hija, su
única hija, no lo quiso escuchar. “Más de tres horas en bus”, me dijo, “¿se da
cuenta?, ¿con las colas que hay ahora en diciembre?”. Miró por sobre un hombro,
escondiendo la cara, y al segundo siguiente ya estaba deteniendo los autos que
bajaban por la calle con un gesto seguro, el de todos los días.
Nora empezó a instalarse delante de los juegos de la plaza hace unos meses,
con varias capas de chalecos llenos de flores en el invierno o su único chaleco
verde en el verano, ropa de más para esas tardes calurosas. Después, cuando ya
no quedaban ni los niños ni las parejas solas con un perro compacto, se
trasladaba a la salida del metro, donde podía estar hasta mucho más tarde con
esas flores salidas de vaya a saber dónde que siempre están marchitas mañana en
la mañana.
Lo curioso de Nora es que siempre sonríe, frío, calor o lluvia. Un día, mientras
me envolvía un ramo de crisantemos, me contó que vivía en una pieza, en la
misma casa donde llegó a vivir hace un montón de años. No habló de hijos ni
amigos. Solo y apenas de su pueblo, del que se vino “sin ningún pretendiente”,
me dijo y sonriendo.
Este fin de semana la descubrí instalada en la silla celeste, sobra de la
mudanza de una oficina de abogados en la que se sienta Víctor desde que lo
conozco. Víctor le dice en broma al chico de la verdulería “esta es mi señora”
y se ríe hacia adentro. Empieza a ser setiembre, con flores en los árboles y
unos pájaros nuevos. Se ríe como un niño y vuelve a detener los autos que se
acercan para dejarle espacio a uno de sus clientes.
Hoy Nora lleva un gorro rojo de lana; un chaleco, rojo también, de lana.
Nunca le había visto las manos tan lindas y tan largas.
martes, 14 de agosto de 2018
sábado, 21 de abril de 2018
Don José
Cuando
murió don José, decidieron dejar la silla en la que se sentaba en un rincón de
la farmacia donde siempre había estado, donde en los últimos años se pasaba las
tardes controlando las ventas y conversando con los antiguos clientes. La silla
les recordaba su costumbre de regalarles caramelos a los niños, de levantarse a
las cinco y media, cada vez más despacio, para ir a comprar pasteles a la
panadería de al lado, uno para cada una de las vendedoras y un tercero para el
chico de los encargos.
Una noche, poco antes del cierre,
se encontraron a un hombre sentado en la silla que llevaba vacía varios meses. Tenía
la misma edad de don José y una camisa blanca perfectamente planchada, como las
suyas. No le dijeron nada y lo dejaron quedarse, pensando que era un cliente
necesitado de descanso.
Al día siguiente, volvió a
sentarse en el rincón y solo se levantó a las cinco y media para ir a comprar
pasteles en la panadería. Y fue llegando así todos los días, puntualmente, para
quedarse hasta las nueve sin decir una palabra, salvo para saludar a los antiguos
clientes y regalarles caramelos a los niños.
domingo, 25 de febrero de 2018
jueves, 15 de febrero de 2018
Conducta en los aviones
Los que nunca dejarían el cepillo de dientes tirado en el borde de la ducha dejan papeles mojados al lado del lavamanos, a un milímetro del lugar
donde deben botarse los papeles, mientras otros los tiran directamente al
suelo, al lado de la puerta que se atasca.
En la alfombra del centro quedan desparramados diarios, bolsas,
vasos, mantas. En el 11B hay un peluche inclinado
como siguiendo un sueño.
Los pasajeros ya desaparecieron en la manga y de este lado solo
queda la señora que espera una silla de ruedas. Elba camina al fondo, desde
donde retira en unos pocos gestos los cubiertos de plástico no usados, los
calcetines rojos que ofrecen de regalo para las horas de descanso y que se
convierten en basura como todos los restos. Mete el peluche en el bolsillo y
calcula que la niña ya debe estar corriendo alrededor de las maletas. Elba
tiene prohibido salir del avión hasta que todos los del aseo hayan terminado su trabajo, muestren el contenido de las bolsas y repitan el código que cambia todas las
madrugadas.
Piensa en sus siete nietos, sobre todo en Herminia que con sus
cuatro añitos solo dice “mamá” y “leche” y “no me gusta” y que juega feliz con
las muñecas que regala la empresa a fin de año. Piensa que podría llevárselo para adornar su cama. Cuando el encargado del grupo los apura desde la puerta
delantera, Elba vuelve al 11B, donde deja el peluche apoyado en el respaldo. No
podría esconderlo, mucho menos meterlo en esas bolsas repletas de papeles y de
plásticos. No podría entregarlo como objeto perdido, junto con las bufandas y
los aros de siempre que, como todos saben, terminan apilados en un rincón de
una bodega.
Quizá alguien después. Quizá las azafatas del vuelo de la tarde.
Quizá hasta don Álvaro, el piloto que recorre todo el avión antes de hacer
entrar a los pasajeros. Quizá alguien pueda guardarlo y darle nueva vida.
Airbnb
Las llaves de agua se cierran impecables. La ducha
es casi buena y la cama perfecta, blanca y anchísima en un altillo de madera
que disimula lo parco del espacio.
Al atardecer, por una de las dos únicas ventanas
cubiertas de rejillas, el cielo se demora en cambiar de colores, se da el lujo
de nubes estrambóticas, de infinidad de tonos de grises y azulados como siempre
en los otoños de esta isla.
En una pared hay tres cuadros que imitan temas chinos;
en otra, varios marcos con rombos psicodélicos; en la tercera, varios paisajes pintados
por un niño. Detrás de las hornallas, una imagen abstracta sobre vidrio. Al
lado del refrigerador, un estallido de negro en tinta china, sobrante como
todos los adornos.
El tostador eléctrico no funciona y hay que
sujetarlo con la mano hasta que las tajadas empiecen a dorarse. La cocina se
confunde con la sala, la sala con el dormitorio, el baño con la entrada. El
motor del aire acondicionado se traga cualquier ruido. Cada paso en la noche es
un peligro.
El pedido del maestro
No era porque el maestro se lo hubiera pedido. En
realidad, el maestro nunca pedía nada, no a él en todo caso. Lo que hacía era
dar órdenes, demorarse siempre más de lo esperado en tocar la campana, contar
chistes que solo él mismo celebraba con una risa larga.
No fue por eso, pero un día, de esos en que el calor
se convertía fácilmente en furia, en vez de maldecir al ciclista que se le vino
encima, sonrió como quien hace un ejercicio; sonrió de repente y como cualquier
gesto. A media cuadra, se vio de frente a un tipo musculoso y lleno de tatuajes
que podría haberlo atropellado con su metro noventa. Y volvió a sonreír. La
tercera y la cuarta no le costaron nada. Bocinazo, sonrisa. Carcajada en su
oreja, otra sonrisa.
Cuando llegó al negocio donde compraba algo para comer
todas las tardes, miró al cajero que no lo saludaba a pesar de conocerlo hacía
años, sonrió nuevamente y, antes de tirarle las monedas junto con el recibo, el
hombre, sin saberlo, se detuvo un segundo. No más que eso, ni un gentil “buenas
tardes” ni un “gracias”; nada fuera de serie, nada más que una mirada y casi de
soslayo.
Al día siguiente, volvieron las
bocinas, los gritos de los que gesticulaban con audífonos, las sirenas, los
empujones para llegar primero delante del semáforo. Unos pocos le devolvían la
sonrisa. Los demás seguían como siempre y él seguía sonriendo; no por mejor ni
peor, sino por puro gusto de ese gesto.
Una tarde, el cajero del negocio de la esquina lo
saludó con un inesperado “¿cómo está?”. Y suficiente.
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