Airbnb
Las llaves de agua se cierran impecables. La ducha
es casi buena y la cama perfecta, blanca y anchísima en un altillo de madera
que disimula lo parco del espacio.
Al atardecer, por una de las dos únicas ventanas
cubiertas de rejillas, el cielo se demora en cambiar de colores, se da el lujo
de nubes estrambóticas, de infinidad de tonos de grises y azulados como siempre
en los otoños de esta isla.
En una pared hay tres cuadros que imitan temas chinos;
en otra, varios marcos con rombos psicodélicos; en la tercera, varios paisajes pintados
por un niño. Detrás de las hornallas, una imagen abstracta sobre vidrio. Al
lado del refrigerador, un estallido de negro en tinta china, sobrante como
todos los adornos.
El tostador eléctrico no funciona y hay que
sujetarlo con la mano hasta que las tajadas empiecen a dorarse. La cocina se
confunde con la sala, la sala con el dormitorio, el baño con la entrada. El
motor del aire acondicionado se traga cualquier ruido. Cada paso en la noche es
un peligro.
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