jueves, 15 de febrero de 2018

El pedido del maestro

No era porque el maestro se lo hubiera pedido. En realidad, el maestro nunca pedía nada, no a él en todo caso. Lo que hacía era dar órdenes, demorarse siempre más de lo esperado en tocar la campana, contar chistes que solo él mismo celebraba con una risa larga.

No fue por eso, pero un día, de esos en que el calor se convertía fácilmente en furia, en vez de maldecir al ciclista que se le vino encima, sonrió como quien hace un ejercicio; sonrió de repente y como cualquier gesto. A media cuadra, se vio de frente a un tipo musculoso y lleno de tatuajes que podría haberlo atropellado con su metro noventa. Y volvió a sonreír. La tercera y la cuarta no le costaron nada. Bocinazo, sonrisa. Carcajada en su oreja, otra sonrisa.

Cuando llegó al negocio donde compraba algo para comer todas las tardes, miró al cajero que no lo saludaba a pesar de conocerlo hacía años, sonrió nuevamente y, antes de tirarle las monedas junto con el recibo, el hombre, sin saberlo, se detuvo un segundo. No más que eso, ni un gentil “buenas tardes” ni un “gracias”; nada fuera de serie, nada más que una mirada y casi de soslayo.

Al día siguiente, volvieron las bocinas, los gritos de los que gesticulaban con audífonos, las sirenas, los empujones para llegar primero delante del semáforo. Unos pocos le devolvían la sonrisa. Los demás seguían como siempre y él seguía sonriendo; no por mejor ni peor, sino por puro gusto de ese gesto.


Una tarde, el cajero del negocio de la esquina lo saludó con un inesperado “¿cómo está?”. Y suficiente.

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