El pedido del maestro
No era porque el maestro se lo hubiera pedido. En
realidad, el maestro nunca pedía nada, no a él en todo caso. Lo que hacía era
dar órdenes, demorarse siempre más de lo esperado en tocar la campana, contar
chistes que solo él mismo celebraba con una risa larga.
No fue por eso, pero un día, de esos en que el calor
se convertía fácilmente en furia, en vez de maldecir al ciclista que se le vino
encima, sonrió como quien hace un ejercicio; sonrió de repente y como cualquier
gesto. A media cuadra, se vio de frente a un tipo musculoso y lleno de tatuajes
que podría haberlo atropellado con su metro noventa. Y volvió a sonreír. La
tercera y la cuarta no le costaron nada. Bocinazo, sonrisa. Carcajada en su
oreja, otra sonrisa.
Cuando llegó al negocio donde compraba algo para comer
todas las tardes, miró al cajero que no lo saludaba a pesar de conocerlo hacía
años, sonrió nuevamente y, antes de tirarle las monedas junto con el recibo, el
hombre, sin saberlo, se detuvo un segundo. No más que eso, ni un gentil “buenas
tardes” ni un “gracias”; nada fuera de serie, nada más que una mirada y casi de
soslayo.
Al día siguiente, volvieron las
bocinas, los gritos de los que gesticulaban con audífonos, las sirenas, los
empujones para llegar primero delante del semáforo. Unos pocos le devolvían la
sonrisa. Los demás seguían como siempre y él seguía sonriendo; no por mejor ni
peor, sino por puro gusto de ese gesto.
Una tarde, el cajero del negocio de la esquina lo
saludó con un inesperado “¿cómo está?”. Y suficiente.
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