Conducta en los aviones
Los que nunca dejarían el cepillo de dientes tirado en el borde de la ducha dejan papeles mojados al lado del lavamanos, a un milímetro del lugar
donde deben botarse los papeles, mientras otros los tiran directamente al
suelo, al lado de la puerta que se atasca.
En la alfombra del centro quedan desparramados diarios, bolsas,
vasos, mantas. En el 11B hay un peluche inclinado
como siguiendo un sueño.
Los pasajeros ya desaparecieron en la manga y de este lado solo
queda la señora que espera una silla de ruedas. Elba camina al fondo, desde
donde retira en unos pocos gestos los cubiertos de plástico no usados, los
calcetines rojos que ofrecen de regalo para las horas de descanso y que se
convierten en basura como todos los restos. Mete el peluche en el bolsillo y
calcula que la niña ya debe estar corriendo alrededor de las maletas. Elba
tiene prohibido salir del avión hasta que todos los del aseo hayan terminado su trabajo, muestren el contenido de las bolsas y repitan el código que cambia todas las
madrugadas.
Piensa en sus siete nietos, sobre todo en Herminia que con sus
cuatro añitos solo dice “mamá” y “leche” y “no me gusta” y que juega feliz con
las muñecas que regala la empresa a fin de año. Piensa que podría llevárselo para adornar su cama. Cuando el encargado del grupo los apura desde la puerta
delantera, Elba vuelve al 11B, donde deja el peluche apoyado en el respaldo. No
podría esconderlo, mucho menos meterlo en esas bolsas repletas de papeles y de
plásticos. No podría entregarlo como objeto perdido, junto con las bufandas y
los aros de siempre que, como todos saben, terminan apilados en un rincón de
una bodega.
Quizá alguien después. Quizá las azafatas del vuelo de la tarde.
Quizá hasta don Álvaro, el piloto que recorre todo el avión antes de hacer
entrar a los pasajeros. Quizá alguien pueda guardarlo y darle nueva vida.
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