domingo, 2 de septiembre de 2018


Víctor y Nora
Víctor, me lo contó él mismo, lleva casi treinta años trabajando de estacionador en esa esquina a la que llega a las siete de la mañana, antes de que aparezcan los clientes, y les ayuda a las señoras de la farmacia a quitar los candados, a levantar la reja, a barrer la vereda. Ellas le dan el primer café del día; el pan lo trae él, casi caliente, de la panadería de su barrio.
Desde la muerte de su mujer, me lo contó él mismo, vive solo en una pieza a más de una hora y media. Un día, cuando andaba cesante, buscando algún lugar donde lo dejaran trabajar de acarreador de bolsas, de portero, de barredor, de lo que fuera, se topó con la esquina, esta, su esquina, donde no había nadie que acomodara autos. Así era en esos años, cuando solo estaban la farmacia y un almacén recién abierto, manchones raros entre casas todavía llenas de familia, lindas, blancas y de dos pisos todas, muy cerca de la iglesia y rodeadas de los mismos castaños que ahora les dan a sombra a las moles idénticas de doce y quince pisos.
La Navidad pasada me explicó que habría preferido quedarse en su pieza, solo, con un pedazo de pan de pascua y mirando las noticias, pero su hija, su única hija, no lo quiso escuchar. “Más de tres horas en bus”, me dijo, “¿se da cuenta?, ¿con las colas que hay ahora en diciembre?”. Miró por sobre un hombro, escondiendo la cara, y al segundo siguiente ya estaba deteniendo los autos que bajaban por la calle con un gesto seguro, el de todos los días.
Nora empezó a instalarse delante de los juegos de la plaza hace unos meses, con varias capas de chalecos llenos de flores en el invierno o su único chaleco verde en el verano, ropa de más para esas tardes calurosas. Después, cuando ya no quedaban ni los niños ni las parejas solas con un perro compacto, se trasladaba a la salida del metro, donde podía estar hasta mucho más tarde con esas flores salidas de vaya a saber dónde que siempre están marchitas mañana en la mañana.
Lo curioso de Nora es que siempre sonríe, frío, calor o lluvia. Un día, mientras me envolvía un ramo de crisantemos, me contó que vivía en una pieza, en la misma casa donde llegó a vivir hace un montón de años. No habló de hijos ni amigos. Solo y apenas de su pueblo, del que se vino “sin ningún pretendiente”, me dijo y sonriendo.
Este fin de semana la descubrí instalada en la silla celeste, sobra de la mudanza de una oficina de abogados en la que se sienta Víctor desde que lo conozco. Víctor le dice en broma al chico de la verdulería “esta es mi señora” y se ríe hacia adentro. Empieza a ser setiembre, con flores en los árboles y unos pájaros nuevos. Se ríe como un niño y vuelve a detener los autos que se acercan para dejarle espacio a uno de sus clientes.
Hoy Nora lleva un gorro rojo de lana; un chaleco, rojo también, de lana. Nunca le había visto las manos tan lindas y tan largas. 

1 comentario:

Arte Ideas Arte Sano dijo...

Suspiro.
Me encantan tus historias!