jueves, 22 de octubre de 2020
Antes solo se oía al que toca un clarinete con parlantes a la calle y a un guitarrista tímido, que toca poco y mal, ni para animar a los vecinos ni celebrar a nadie. Desde agosto, también se oyen en las tardes unas simples escalas en el piano y, después de un buen rato, los primeros compases de algo de Mozart para principiantes. Unos primeros compases repetidos con paciencia, después con entusiasmo, con dedos que se alargan para abarcar bien el teclado.
Julio. Un día de sol y en plena
cuarentena. Ronald y Eugenio se toman una calle vacía, adolescentes en
su primer encuentro después de conocerse en una red de raperos anónimos. Tienen
entre los dos todo lo que necesitan: la mochila de la que sobresalen varias
latas con mucha cafeína, parlantes diminutos y la calle sin autos. Poleras
limpias, jeans no de marca pero limpios también y zapatillas cómodas. Cuando me
acerco, intentan unos pasos. Cuando me alejo, siguen poniéndose de acuerdo y
contándose cómo empezaron con el baile. Ya en la otra cuadra, los veo repetir
los pasos que indica la pantalla. No los ve nadie más; nadie, salvo los perros
que protestan.
lunes, 12 de octubre de 2020
Octavio murió a los 89 años, dos después de la muerte de su mujer y siete desde que decidieron dejar de leer los diarios, una tarde de junio ya en el segundo invierno, en la casa de campo donde se refugiaron, tan sola a veces y tan consuelo siempre.
Desde entonces pedían lo que
necesitaban por teléfono, a una voz metálica que solo tenía tres posibles
respuestas. Desde el tercer invierno, todo empezó a llegarles por drones que
dejaban caer los paquetes con verduras y hasta pescado fresco en el punto
indicado.
De vez en cuando se acordaban de
la noticia sobre unos soldados japoneses que pasaron más de treinta años escondidos
en una isla de Filipinas sin saber que había terminado la segunda guerra. Y se
reían.
domingo, 4 de octubre de 2020
Se conocieron en una fiesta de Año Nuevo y ya vivían juntos a fines de febrero. Entonces llegó marzo. No sabían que él se acostaba tarde y ella dejaba de hablar desde las nueve y media. Que él se metería en la ducha cada vez que saliera, aunque fuera a la vereda. Que ella lo iba a evitar, a pesar de la ducha. Que él hablaba a gritos con sus clientes. Que ella hablaba por horas con la única amiga que le contestaba las llamadas. Juntos, había poco más que los informes de la noche y echarle alcohol a todo lo que les llegaba de comida. Él empezó a escuchar canciones retro, para no oír el rock que brotaba cuando ella se instalaba en un rincón con los auriculares. Ella a prender velas con olor a vainilla cuando él hacía asado en el balcón y él a repetirlos tres veces por semana.
Y así llegó diciembre nuevamente.
Como nunca se sintió cómoda con las sesiones a distancia, desde que abrieron los cafés con unas pocas mesas espaciadas, les da cita a los pacientes en el que queda más cerca de su casa. Mauricio es nuevo. Llega puntual y a la pregunta de si le molesta que fume responde sacando del bolsillo su propia cajetilla.
“Cuando me dijo que estaba
embarazada, la bloqueé, me desaparecí”, dice en voz alta, como delante
de la pantalla en la que quedaron de acuerdo para verse. “Fue en
una de esas fiestas que hacíamos desde el viernes al domingo de noche cuando
había cuarentena… debe haber sido en mayo… quizá junio”. La adolescente sentada
a dos metros levanta la cabeza y la vuelve a esconder en el espresso que acaban
de ponerle delante, todavía con el dibujo
de flor que le hacen al servirlo y que sorbe despacio por el lado del tallo. A Mauricio no
le tiemblan las manos mientras sujeta el cigarrillo. “No fue la única vez que
traté de suicidarme; por eso le escribí”, explica en un discurso que parece sin
testigos. Mueve las piernas, que terminan en zapatos de moda, pulidos y
puntudos. Mira de frente, pero a un punto lejano, y sigue hablando.