domingo, 28 de junio de 2009

El hombre del aeropuerto
El hombre tiene el pelo largo y blanco, demasiado largo ya para su edad y su figura. No ocupa más espacio que el del cuerpo flaquísimo envuelto en pantalones y chaqueta de yins y se mueve despacio, mirándose las manos casi siempre.
Se podría decir que el hombre, este hombre que ha aprendido a moverse haciéndose invisible, está hora tras hora y en todos los rincones del aeropuerto sin nombre de Ginebra que atraviesan por igual centenas de alpinistas, musulmanas cubiertas hasta las pestañas y bolso original de Gucci, familias de portugueses que van o que regresan y hasta ginebrinos que no van ni que vienen, salvo a comprar en el único supermercado abierto en la ciudad hasta tarde e incluso los domingos.
El hombre se mueve con su única ropa que advierte desde lejos desaseo y a ratos se acomoda en un asiento duro con un gesto inconfundible de estar fumando algo. Tampoco come el hombre, ni lee ni conversa; y ni siquiera fuma porque, como ya todos saben, ni en éste ni en ningún otro aeropuerto del mundo se permite fumar puertas adentro.
Sólo se mueve algo de sus sitios cuando un viernes de tarde o un sábado temprano la puerta de llegada se llena de parientes y cientos de taxistas que esperan con un papel en mano y un nombre muchas veces mal escrito. Entonces y solamente entonces, el hombre se acerca lentamente a la barra donde se acodan los que esperan con verdaderas ganas y se encorva despacio, atento a cada paso de los que van saliendo y a cada nuevo beso; y se sonríe.
Sonríe como quien y como tantos que han llegado al pasillo buscando un reencuentro. Feliz por media hora de ser como son los que en verdad esperan.

1 comentario:

Nibaldo Acero dijo...

Qué buen relato. Íntimo y fresco, sin duda los ritos son necesarios.