Las chicas que esperan a la entrada, con un celular adosado a la oreja diametralmente opuesta a la cartera cargada de brillos oxidantes, llevan trajes bulliciosos y de telas bruscamente recortadas. Los de la filmadora van como todos los días, de vaqueros. Las madres no sabemos de tan lejos que están a un costado del coro. Y hay una prima o amiga que recorrre la iglesia, pasando como si fueran nada delante de las muchísimas capillas con un vestido enteramente rosa rematado con chal también rosa excesivo y el pelo arremangado con un pinche de cualquier y muchos de los días de semana.
Niños no hay. A lo lejos, hay un cura que charla con el novio y se sonríe. Y el novio, jovencísimo, que sonríe también como si no esperara.
Más allá de las veinte primeras filas de bancos de la iglesia hay y habemos de todo: los que rezan, apenas dos o tres que de tanto llorar no se enteran de nada; y en el ala derecha, casi apegada a la nave central, una señora que se ha sacado los zapatos porque la hinchazón que le avanza desde la rodilla y cae casi en triángulo le pide estar así, en lo más ancho.
Cuando a la media hora de espera y gritos de las chicas desde afuera y de varias pasadas de la dama de rosa, aparezca por fin la novia con su delgado y tembloroso padre cercano a los ochenta que se ha jugado todo ya desde los 18 en los puestos de marisco y bacalao del mercado central, la grabación de la marcha de Meldesohn se arrastrará en la grabadora en puro desafine, cosa que ni la novia ni su madre y mucho menos las amigas y el novio advertirán jamás como fuera de tono, la señora descalza se acercará a la nave y mirará a lo alto y aplaudirá como todos los domingos a esta hora esa belleza prestada de los primeros bancos, tan blanca, tan feliz esta mañana.
domingo, 28 de junio de 2009
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