sábado, 26 de septiembre de 2020


 

Cuando estaba gris desde temprano, sin ninguna ilusión de sol a mediodía y las ventanas como único horizonte desde hacía semanas, se sentaba en el balcón abrigada con todo menos guantes y tocaba despacio las hojas de las plantas para recordar que podía volver a ser setiembre.  


 

Los ruidos parecen de otro tiempo, un tiempo que no encaja con el confinamiento advertido para el fin de semana. Bocinazos, risas de niños que se persiguen en la calle, carcajadas eufóricas de lejos, luces de fiesta, música a todo volumen desde el patio trasero del caserón abandonado que se llena de latas de cerveza como cualquier sábado de noche.

jueves, 17 de septiembre de 2020


 

Por ser la única verdulería abierta en muchas cuadras cuando se supone que deberían estar todos encerrados en sus casas, atiende de ocho a ocho, sin descanso. Desde que fue por primera vez un sábado en la tarde, hay días en que Elena no va a comprar o compra medio kilo de lo que esté más cerca, para después instalarse al lado de la entrada y quedarse mirándolo. Lo mira mientras, a pesar de la cola de compradores que da una vuelta delante de la panadería, saluda a cada cliente, les comenta lo que llevan, hace chistes, agrega una ramita de perejil como cortesía de la casa, se inclina a hablar un poco con los niños. Un día, pasó casi una hora después de comprar un par de berenjenas. Nunca le ha descubierto un gesto de cansancio. Nunca lo ha sorprendido en medio de una lata de Red Bull.


 

Se despierta acordándose de ese cuento zen en el que un hombre perseguido por un tigre cae por un barranco y en la caída alcanza a agarrarse de una rama. Arriba está el tigre esperándolo, abajo el vacío, pero a pocos metros hay un fruto rojo que toma con una mano mientras se sujeta con la otra y lo saborea sin pensar más que en ese instante. Fin del cuento.

Recoge el diario que le dejan a un metro de la puerta y le cuesta empezar a leerlo, porque le duele desde antes lo que viene: las guerras que no aflojan, los insultos, las luchas en las calles, los anuncios absurdos. Piensa en salir, como todos los días a esa hora, y no encuentra motivos que pesen más que el mareo de imaginarse solo, afuera. Entonces se prepara el tercer café de la mañana y revisa la lista de temblores que se repiten cerca de la casa de sus padres. La tarde se hace un poco más corta con la siesta a la que se acostumbró desde fines de marzo y piensa en encargar dos pedazos de torta a los que se estacionan a las cinco anunciando dulces y pan fresco, pero ni llama ni baja a elegir algo, y responde con un “bien” a los amigos que le preguntan cómo está. En las horas que quedan, pasa más tiempo del que preferiría frente al televisor, que le repite las desgracias de las últimas horas, las mentiras de turno, la última lista de muertes y contagios. Llega a la noche tratando de encontrar el fruto rojo.

jueves, 10 de septiembre de 2020


 

Con los hermanos del segundo piso, inventaron una tarde el juego de entrecerrar los ojos y mirar por la ventana. El barrio, descubrieron, es un enorme bosque que se cuela entre los edificios y llega mucho más allá de la avenida. A la entrada está el pino, que es el árbol más grande de todos los quedan, con las puntas bien rectas a pesar de lo viejo. Después vienen los árboles con ramas enredadas que, cuando se oscurece, son puro blanco y negro sobre la luz de las ventanas. Entremedio, nuevos en las veredas, están los esqueletos sujetos con un palo que, en eso están de acuerdo, no pasan el invierno.

La noche en que lo vieron fue la noche de la única tormenta y se quedaron pegados en los vidrios hasta la madrugada, mirando las siluetas. Escondidos, como alrededor de una fogata, con varios paquetes de galletas y litros de jugo de naranja.  


 

“Es que tengo mucha suerte”, piensa cada vez que vuelve de un paseo de unas cuadras. ¿Qué podría ser suerte, ahora, que no sea cruzarse con alguien que se acerque demasiado? Como le sobra el tiempo, busca imágenes de “suerte” y encuentra las más típicas: tréboles, herraduras, amuletos. Busca en Internet y descubre que puede ser el resultado positivo o negativo de un suceso poco probable, lo que le sirve de muy poco. Un día que se anima a llegar hasta el cruce con el río, le pregunta qué es suerte al vendedor de flores que se instala en mitad de la calle, esquivando los autos.

Sin encontrar respuesta, vuelve de cada caminata de no más de un cuarto de hora, que es lo que aguanta caminando con la mascarilla que lo ahoga, y sin darse cuenta, cuando deja los zapatos a la entrada, se oye pensar lo mismo, con las mismas palabras.

martes, 1 de septiembre de 2020


 

¿Qué hacen los grandes con el tiempo?¿Qué hace el abuelito de Nora, que camina tan despacio? ¿Qué hacen los que miran el reloj a cada rato? Ahora que estamos todos juntos en la casa y no nos dejan salir ni a jugar en la vereda, papá dice que hay que matar el tiempo. Pero matar es mucho, creo yo, aunque no se lo digo ni a mi hermana. Matar es lo que hacen en las películas con los que se portan mal y en las más tristes hasta con los buenos. ¿Cómo voy a matar eso que va pasando y que está ahí cuando me despierto en la mañana?


 

En el aburrimiento de esos días, escarbando y buscando algo que no haya visto, encuentra una película que vio, saca la cuenta, hace 44 años. Hay escenas que le parecen nuevas, nunca vistas, y hay otras que recuerda, se dice tapándose la cara con las manos, como si las hubiera visto la semana pasada. Cuarenta y cuatro años, se repite. Cuarenta y cuatro ya, como si nada. ¿Qué pasará en otro casi medio siglo, cuando este encierro sea una película, si hay, con colores gastados?


 

El dedo con el que llamó el ascensor. El dedo con el que prendió la luz al entrar a la casa. Un dedo propio, ajeno. Un dedo amenazante.