La observación atenta de las nubes, había
leído o creía haber leído alguna vez, da paz, da lucidez, da calma de las
buenas. Por eso, cada día al salir de
casa escrutaba las nubes y las enumeraba, las clasificaba mentalmente por
espesor y forma. Seguía sin calmarse,
sin embargo.
domingo, 29 de diciembre de 2013
miércoles, 18 de diciembre de 2013
El escritor
interminable
Desde que Andrés se
hizo famoso con sus primeras novelas, varios amigos escritores, mayores o mucho
mayores que él, le habían advertido que llegaba un momento, o llegaba una edad,
en que las ganas de escribir se iban diluyendo y lo que quedaba en cambio, en
el mejor de los casos, era la voluntad de seguir en lo de antes pero ya sin
deseo y sin urgencia. Andrés siempre
había preferido no preguntar qué pasaba después, pero sabía, por descripciones
releídas con angustia, que muchos se alegraban de haber redescubierto la
música, las caminatas sin un cuaderno bajo el brazo, el gusto de
sentarse en un café a leer simplemente.
¡Consuelos!, había pensado siempre, pero cada vez que se le acercaba uno
de esos cumpleaños importantes empezaba a preguntarse si ahora sí, si ahora
podría ser, si ahora le tocaría a él quedarse sin temas o sin ganas.
Cuando entregó al
editor su decimoctava novela, poco después de cumplir cuarenta y dos, se fue
solo a una playa con un grueso paquete de apuntes borroneados en papelitos
sueltos y en libretas. Primero los leyó,
luego los releyó y, a partir de la tercera semana, sin encontrar todavía uno
que lo invitara a convertirlo en la decimonovena o en una colección de cuentos
por lo menos, empezó a preocuparse. Por
suerte, su editor siempre dejaba de llamarlo por un par de semanas después de
cada entrega y esta vez fue lo mismo, pero no le importaba. Lo único importante, y lo más grave, es que
seguía despertándose sin recordar un sueño como los de antes en los que a veces
aparecía una historia completa o un esbozo de esos que lo obligaban a copiarlos
en lo que fuera sin acordarse del desayuno ni de los remedios, sin preocuparse
de las pantuflas o del frío, sin detenerse en nada.
A la tercera semana, y
ya desesperado, volvió a casa con la esperanza de que los chicos de al lado con
sus ruidos, Elena y su insistencia en que almorzara, un olor, un artículo
cualquiera del mismo diario de todas las mañanas, algo le ayudara a encontrar,
aunque fuera a contraluz, un nuevo tema.
Como siempre, como antes.
Entonces, el miércoles
o el jueves, decidió dejar los apuntes desparramados en el escritorio con la
secreta idea de que un viento cualquiera, una pasada distraída de la señora
Matilde con la aspiradora, un descuido inclusive, le dejara en lo alto de la
pila de hojas y libretas un regalo, una seña.
El regalo no vino ni del viento ni de la aspiradora convertida en musa
sin saberlo. Vino de un compañero de
colegio que lo reconoció a la bajada del metro y que, hablando y hablando,
empezó a recordar las cartas que le había escrito en los primeros años de
egresados, cartas, por lo que le decía, llenas de comentarios sobre su
fascinación por la escritura y que había guardado cuando se enteró que empezaba
a publicar con tantas buenas críticas.
Las cartas, esas cartas, fueron lo que no habían sido los apuntes en más
de un mes y medio a esas alturas. Cuando
las tuvo todas, en el mismo sobre en que habían estado durante más de veinte
años, supo que sí, que eso era lo siguiente, y le bastaron apenas un par de
meses para devolvérselas al editor, retocadas por supuesto, adornadas con
largas reflexiones que podían pasar fácilmente como originales, citas y
comentarios que se fueron sumando con el mismo entusiasmo de todas sus
novelas.
El nuevo libro fue un éxito de ventas desde la primera
semana. Los críticos más clásicos de diarios
y revistas publicaron reseñas con largos comentarios sobre “el cambio de
mirada” del autor, los más jóvenes hablaron del comienzo del biopic literario en castellano, los mejores
blogueros citaron muchos párrafos de su nuevo libro y estudiantes de literatura
de este lado y del otro dejaron testimonios admirados en la página que mantenía
por si acaso con la ayuda del mayor de sus hijos.
Andrés no se explicaba, y no se explicó nunca, tanto
éxito. Pero al año siguiente, cuando le
llegó el turno de volver a la playa cargado con apuntes, iba algo más
liviano. Su éxito esa vez fue una
recopilación de bocetos de novelas escritos, sin ninguna intención de
publicarlos, durante veinte años.
Al siguiente verano ni siquiera esperó las tres
semanas de desesperación en las mañanas.
Después de un largo encuentro con su tía Martina, se fue lleno de
anécdotas familiares que apenas recordaba y que, increíblemente, los críticos,
olvidados o no de sus años de autor, volvieron a leer como si se tratara de la
obra de un Proust resucitado.
Se podría decir que Andrés nunca volvió a escribir una
novela. Pero, como se preguntaban los
críticos más clásicos, los lectores más jóvenes y hasta los mejores blogueros,
¿qué es una novela?
Andrés vivió feliz hasta los noventa y cinco años, los
últimos tres apenas releyendo los recortes de críticas acumulados desde su
primer libro. Y hasta muy poco antes,
publicando todos los años otro libro de cartas rescatadas, de historias que otros le contaban sobre su
propia vida, de reflexiones sobre sus libros e incluso, simplemente, de
entrevistas.
Nunca volvió a sentir la angustia de esa primera vez,
poco después de cumplir cuarenta y dos, en esa playa, sin saber de qué hablar o
cómo hacerlo.
viernes, 12 de julio de 2013
sábado, 22 de junio de 2013
Alegrías de una enfermedad desconocida
Mucho antes de que se empezara
a hablar de males parecidos con cierta precisión, la observaron durante años en
su fascinación por las uvas más pequeñas y rosadas, el viento repetido por los
álamos, los cerezas en su corta temporada y muchas otras cosas, sobre todo los
gatos erizados o dormidos por horas como en una gran siesta que quizá no era
más que una forma gatuna de celebrar las uvas. La observaron primero con curiosidad, luego
con atención y recién entonces con cierto afán científico; primero los sobrinos,
luego los dos médicos del pueblo y, por
último, los del principal hospital de la provincia.
Carmela, nacida por
allá por los treinta, vivió su adolescencia en una casa alargada y con tres
patios, muralla de adobe pegada a la vereda, primos, hermanos y tíos que
llegaban a almorzar como si esa casa de cuartos interminables fuera también su
casa. Desde entonces, tenía la costumbre de quedarse mirando por horas la
glorieta del centro y los pájaros que llegaban a bañarse por apenas segundos y
que se sacudían antes de lanzarse de nuevo a las cornisas. Y nunca dijo nada para explicar su estado.
Aunque los médicos y
hasta los especialistas venidos de otras provincias para estudiar el caso nunca
tuvieron en cuenta esos motivos, Carmela creció, como todos sus hermanos, sus
primos y hasta los amigos de los primos que nunca dejaron de llegar a la hora
de los pasteles, creció, ella, Carmela, observando caracoles y una que otra
mariposa en diciembre y enero.
Por eso, poco después
de llegar a los setenta, los más jóvenes empezaron a preocuparse de que la tía
Carme se quedara embobada mirando, como nadie y nunca había sido capaz de
quedarse mirando, por horas y casi sin parpadear, los gusanos entreverados con
las plantas.
Los primeros médicos
que dieron opiniones contundentes no dudaron en comparar su estado con una
etapa avanzada de Alzheimer, aunque intrigados por su aparición tan prematura,
y varios tomaron nota del fenómeno con la esperanza de poder compartirlo en algunos
simposios. Otros dictaminaron, sin mucho
estudio previo, que se trataba de un evidente trastorno psicológico. El cura prefirió no decir nada porque, desde
sus primeras manifestaciones, siempre había admirado la capacidad de Carmela de
contemplar absorta las obras del Señor.
Poco antes de
celebrarle su último cumpleaños, a pocos meses de que cumpliera ochenta y
cinco, los sobrinos más cercanos intentaron de nuevo dar con una respuesta
corta y fácil. Para entonces, los médicos
del pueblo y muchos otros ya enterados del caso por artículos leídos en
revistas especializadas, se dejaron caer con variadas teorías, unas
contradictorias, otras sueltas.
En el entierro, ni los
primos cercanos que quedaban ni dos sobrinos nietos venidos de Europa se
atrevieron a decir nada nuevo por miedo a perturbar tanto recuerdo. El cura venido de la capital, porque la
iglesia del pueblo ya llevaba años cerrada por falta de feligreses, se atrevió
a definirla como santa. Su amiga
Leontina, que no tenía edad ya para entonces, recordó su sonrisa, su alegría
ante cada criatura que pasaba aleteando por su patio. Un grupo de escolares cantó unas coplas
compuestas por el profesor de música, en las que se coreaba su silencio. Los pocos que se acercaron al féretro antes
de despedirla dijeron que Carmela sonreía.
viernes, 7 de junio de 2013
jueves, 30 de mayo de 2013
Una santiaguina muy distraída se encontró al salir de una
reunión que su auto se había quedado sin batería. Distraída y bastante ingenua
que era, decidió caminar hasta la siguiente avenida, donde seguramente, se dijo, iba a
encontrar un taxi. Eran las nueve y
media de un lunes en la noche, casi las diez, y todos los pocos taxis que
apenas se veían pasaban indiferentes y más bien ocupados. Siguió caminando, ahora con la esperanza de
encontrar un restaurante abierto donde le permitieran, primero pasar al baño y
luego llamar a un taxi de una empresa más o menos conocida.
Después del primer chino, que no tenía ni siquiera baño como
era fácil comprobar desde la puerta, podría haber seguido caminando diez,
veinte y hasta muchas más cuadras sin encontrar lo que quería. Pero no: en la esquina siguiente y con las luces prendidas estaba el restaurante que había visto en penumbra
muchas veces al pasar por ahí los lunes y los jueves.
La dueña la hizo entrar, y cuando digo “entrar” digo hasta el baño, y se ocupó de llamar
a una empresa de taxis. El dueño le ofreció una copa de vino, le sumó algo para acompañarla y se
quedó conversándole hasta que vinieron a buscarla.
A la hora de partir, esta nuestra distraída santiaguina pagó
el consumo, poco; pidió una tarjeta de la casa para hacerle propaganda y se
despidió de todos los compañeros de barra que, milagro de milagros en esta
ciudad tantas veces cerrada y mojigata, se despidieron de ella como nuevos
amigos.
sábado, 4 de mayo de 2013
jueves, 2 de mayo de 2013
Poco
después de levantarse se dio cuenta que ese día iba a llover, por fin iba a
llover. Se notaba en el aire, en el
silencio de los pájaros. Ese día iba a
llover y entonces no importaba que estuviera tan oscuro, que hiciera un frío
tibio y detenido.
Siguió sintiendo lo mismo
hasta mediodía, hasta las tres y las cuatro de la tarde. Cuando dieron las cinco, se dio cuenta que ya
no llovería. El frío se le hizo
insoportable; la oscuridad, espesa; el día, interminable.
jueves, 14 de marzo de 2013
martes, 12 de marzo de 2013
domingo, 24 de febrero de 2013
Indiferencia
La imparcialidad es un nombre pomposo para la indiferencia, que es un nombre elegante para la ignorancia. | |
Gilbert Keith Chesterton |
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