Alegrías de una enfermedad desconocida
Mucho antes de que se empezara
a hablar de males parecidos con cierta precisión, la observaron durante años en
su fascinación por las uvas más pequeñas y rosadas, el viento repetido por los
álamos, los cerezas en su corta temporada y muchas otras cosas, sobre todo los
gatos erizados o dormidos por horas como en una gran siesta que quizá no era
más que una forma gatuna de celebrar las uvas. La observaron primero con curiosidad, luego
con atención y recién entonces con cierto afán científico; primero los sobrinos,
luego los dos médicos del pueblo y, por
último, los del principal hospital de la provincia.
Carmela, nacida por
allá por los treinta, vivió su adolescencia en una casa alargada y con tres
patios, muralla de adobe pegada a la vereda, primos, hermanos y tíos que
llegaban a almorzar como si esa casa de cuartos interminables fuera también su
casa. Desde entonces, tenía la costumbre de quedarse mirando por horas la
glorieta del centro y los pájaros que llegaban a bañarse por apenas segundos y
que se sacudían antes de lanzarse de nuevo a las cornisas. Y nunca dijo nada para explicar su estado.
Aunque los médicos y
hasta los especialistas venidos de otras provincias para estudiar el caso nunca
tuvieron en cuenta esos motivos, Carmela creció, como todos sus hermanos, sus
primos y hasta los amigos de los primos que nunca dejaron de llegar a la hora
de los pasteles, creció, ella, Carmela, observando caracoles y una que otra
mariposa en diciembre y enero.
Por eso, poco después
de llegar a los setenta, los más jóvenes empezaron a preocuparse de que la tía
Carme se quedara embobada mirando, como nadie y nunca había sido capaz de
quedarse mirando, por horas y casi sin parpadear, los gusanos entreverados con
las plantas.
Los primeros médicos
que dieron opiniones contundentes no dudaron en comparar su estado con una
etapa avanzada de Alzheimer, aunque intrigados por su aparición tan prematura,
y varios tomaron nota del fenómeno con la esperanza de poder compartirlo en algunos
simposios. Otros dictaminaron, sin mucho
estudio previo, que se trataba de un evidente trastorno psicológico. El cura prefirió no decir nada porque, desde
sus primeras manifestaciones, siempre había admirado la capacidad de Carmela de
contemplar absorta las obras del Señor.
Poco antes de
celebrarle su último cumpleaños, a pocos meses de que cumpliera ochenta y
cinco, los sobrinos más cercanos intentaron de nuevo dar con una respuesta
corta y fácil. Para entonces, los médicos
del pueblo y muchos otros ya enterados del caso por artículos leídos en
revistas especializadas, se dejaron caer con variadas teorías, unas
contradictorias, otras sueltas.
En el entierro, ni los
primos cercanos que quedaban ni dos sobrinos nietos venidos de Europa se
atrevieron a decir nada nuevo por miedo a perturbar tanto recuerdo. El cura venido de la capital, porque la
iglesia del pueblo ya llevaba años cerrada por falta de feligreses, se atrevió
a definirla como santa. Su amiga
Leontina, que no tenía edad ya para entonces, recordó su sonrisa, su alegría
ante cada criatura que pasaba aleteando por su patio. Un grupo de escolares cantó unas coplas
compuestas por el profesor de música, en las que se coreaba su silencio. Los pocos que se acercaron al féretro antes
de despedirla dijeron que Carmela sonreía.
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