jueves, 24 de noviembre de 2011

Segunda y última

Lo cierto es que hasta el mismo nombre de Rinaldo se convirtió en leyenda en la ciudad y en muchas otras de los alrededores. Cuando viejo dicen que sonreía imaginándose que ese pobre tablón en el que empezó a dejar escritos hacía veinte años o más de los que recordaba dejó de ser el suyo y solo suyo y empezó a convertirse en un tablón de todos los que pasaban por ahí con una idea recordada en toda la jornada, de los pobres poetas que iban solo de paso e insistían en recalar en el embarcadero para dejar una o dos carillas. Ya de viejo, Rinaldo se reía sin dientes recordando que su escueto tablón, seguramente ignorado por las damas que subían a misa, en unos pocos años había conocido más textos que la mejor imprenta de toda la ciudad y soñaba, en eso sí estaban todos de acuerdo, soñaba y no podía dejar de soñar hasta que se hizo enfermo y tuvo que dejarse llevar por los monjes que acogían a los pobres, quisieran o no quisieran ser llevados a ese sepulcro para abandonados en el que habían convertido uno de sus monasterios, que algún día uno de esos grandes señores impresores que ya llevaban años publicando ejemplares bellamente ilustrados, recogería los mejores de sus últimos textos, les sumarían los de los escritores pasajeros y haría con todo eso un libro como los que sabían hacer, con letras que no era necesario escribir a mano, e ilustrados con las imágenes más coloridas y brillantes que sus muy bien pagados dibujantes lograran extraer de todas sus palabras.

Rinaldo murió apenas unos meses después de que Fredrich Möller, gran empresario impresor admirado por todos los escritores de cuanto alrededor podía imaginarse, empezara a juntar las páginas que encontraba los domingos de mañana en el tablón anónimo y decidiera, asesorado por los mejores abogados pero sobre todo por los mejores académicos entonces conocidos, juntar los muchos papeles que no le costaba nada recopilar y, con la aprobación del obispo, publicar la primera versión de poemas y cuentos de la zona, con título elegido por el mejor maestro en artes tradicionales y adornado con ribetes de luciente dorado.

Rinaldo no supo nada de eso, primero por estar tan enfermo que los monjes no lo dejaban ni levantarse de la cama y luego, definitivamente, por estar muerto y más que muerto, sin saber como los jóvenes iban llenando el tablón con textos sobre los temas más variados, atrevidos incluso para muchos de los que llegaban a leerlos llevados por la fama de ese tablón anónimo que se fue convirtiendo en asomo y respuesta y luego fue llenándose de ideas, siempre frescas y siempre compartibles.

2 comentarios:

Alicia dijo...

Me hubiera gustado que Rinaldo se enterara de algo....demasiada soledad morir así....pero es la Vida, no?

plicasdeteresa dijo...

Lo suyo fue no enterarse, ¡pobre!, pero como era un publicador compulsivo quizá no le habría importado tanto.