domingo, 21 de agosto de 2011
De a uno y por la orilla
Cuando estás en una ciudad que no es la tuya y la atraviesas de lado, de un lado que es siempre diagonal porque no la conoces y te la encuentras como una fruta abierta sin método ni estilo, ves a los que están solos un viernes casi noche y sin afeites.
A las cuatro, a las seis y también a las ocho, si llegas a una plaza verás a las familias de monoparentales o multiloquesea. En el café de la esquina, te encontrarás con la abuela celebrando el cumpleaños con la hija y la nuera y con todos los chicos. A las siete, verás a las amigas codeando comentarios y un pedazo de torta, ya volviendo del cine o preparándose.
A las ocho y media, a las diez en verano, verás los que están solos en este y otros barrios. Los que quedaron solos después del café pulcro a media tarde. Los que compran algo ya cocinado o algo por cocinarse y siempre uno. Los que están en la cola con siempre menos gente y se hablan o preguntan.
Los que se alejan después en las esquinas, ya pensando en la tele o en el libro y, en las mejores ciudades, saludando de a uno a uno a los porteros. Con una sola bolsa y con la noche larga por delante, o quizás un resfrío.
A las cuatro, a las seis y también a las ocho, si llegas a una plaza verás a las familias de monoparentales o multiloquesea. En el café de la esquina, te encontrarás con la abuela celebrando el cumpleaños con la hija y la nuera y con todos los chicos. A las siete, verás a las amigas codeando comentarios y un pedazo de torta, ya volviendo del cine o preparándose.
A las ocho y media, a las diez en verano, verás los que están solos en este y otros barrios. Los que quedaron solos después del café pulcro a media tarde. Los que compran algo ya cocinado o algo por cocinarse y siempre uno. Los que están en la cola con siempre menos gente y se hablan o preguntan.
Los que se alejan después en las esquinas, ya pensando en la tele o en el libro y, en las mejores ciudades, saludando de a uno a uno a los porteros. Con una sola bolsa y con la noche larga por delante, o quizás un resfrío.
La señora Elvira
La señora Elvira, antes de que se llame así y antes que la conozca, dormita en el único banquito que hay a la entrada de las Galerías Pacífico en Buenos Aires, un sábado a media tarde y rodeada de cientos de personas que vienen y sacan fotos, que vienen y se aglomeran, que vienen a buscar un regalo apurado para el día del niño.
Cuando me siento a su lado, pienso “¡Pobre señora!, dormitando aquí sola en medio del bullicio”. Pero apenas saco el mapa de la cartera para averiguar cómo vuelvo al hotel, la señora, esta señora Elvira, despierta, me pregunta dónde quiero ir y, al darse cuenta que voy en la misma dirección que ella, me pide que la acompañe porque el bastón no le alcanza para aguantar las piernas que le duelen y el cansancio que siente después de un almuerzo coronado con un postre exquisito con doble porción de dulce de leche.
Yo, que en los tres días que he estado en Buenos Aires he estado leyendo dos libros sobre la plena presencia en la vida cotidiana, pienso “A mí tenía que tocarme, ¿qué voy a hacer ahora?”, pero no puedo decir que no, primero y sobre todo por los libros pero después por ella, que me comenta el postre y se ríe y no se siente sola en esa banca. Enfilamos las dos, no sé si por Esmeralda o por Suipacha o por ninguna de esas calles, y nos vamos despacio mientras ella me cuenta, solo ella me cuenta y yo la escucho.
La señora Elvira vive sola en un piso en pleno centro y no parece tener parientes muy cercanos que la acompañen o la ayuden. Cuando le pregunto, un poco de soslayo, me dice que tiene muchos primos en España y varios en provincia. Alguien le hace las compras, alguien la lleva al banco a comienzos de mes y siempre hay alguien como yo que accede a acompañarla hasta su casa. Elvira no habla de hijos ni me habla de sobrinos; de repente, se apoya en el bastón y me dice riendo “A esta edad, uno tiene que hacer lo que quiera y cuando quiera: si quiere dormir, duerme; si quiere comer, come”. Pero se levanta todos los días y conoce a las chicas de todas las tiendas del centro comercial, sobre todo a las de “Extralarge” que son unas divinas.
Al frente de su casa, me dice que es soltera con una gran sonrisa “Es que los matrimonios son una lotería y yo estoy bien así, porque no me gusta que me digan lo que tengo que hacer”.
La señora Elvira divide todos los meses su jubilación de cuarenta años en Correos en cuatro partes iguales: un cuarto para mantener el piso, un cuarto para comida, un cuarto para médicos y un cuarto para salidas, la de hoy por ejemplo, la de esta misma tarde en la que se comió un postre con porción doble de dulce de leche, seguramente un regalo del mozo que la conoce desde hace veinte años y que la ve venir siempre igual de sonriente los martes y los sábados y a veces, cuando llueve, también un día jueves.
Cuando me siento a su lado, pienso “¡Pobre señora!, dormitando aquí sola en medio del bullicio”. Pero apenas saco el mapa de la cartera para averiguar cómo vuelvo al hotel, la señora, esta señora Elvira, despierta, me pregunta dónde quiero ir y, al darse cuenta que voy en la misma dirección que ella, me pide que la acompañe porque el bastón no le alcanza para aguantar las piernas que le duelen y el cansancio que siente después de un almuerzo coronado con un postre exquisito con doble porción de dulce de leche.
Yo, que en los tres días que he estado en Buenos Aires he estado leyendo dos libros sobre la plena presencia en la vida cotidiana, pienso “A mí tenía que tocarme, ¿qué voy a hacer ahora?”, pero no puedo decir que no, primero y sobre todo por los libros pero después por ella, que me comenta el postre y se ríe y no se siente sola en esa banca. Enfilamos las dos, no sé si por Esmeralda o por Suipacha o por ninguna de esas calles, y nos vamos despacio mientras ella me cuenta, solo ella me cuenta y yo la escucho.
La señora Elvira vive sola en un piso en pleno centro y no parece tener parientes muy cercanos que la acompañen o la ayuden. Cuando le pregunto, un poco de soslayo, me dice que tiene muchos primos en España y varios en provincia. Alguien le hace las compras, alguien la lleva al banco a comienzos de mes y siempre hay alguien como yo que accede a acompañarla hasta su casa. Elvira no habla de hijos ni me habla de sobrinos; de repente, se apoya en el bastón y me dice riendo “A esta edad, uno tiene que hacer lo que quiera y cuando quiera: si quiere dormir, duerme; si quiere comer, come”. Pero se levanta todos los días y conoce a las chicas de todas las tiendas del centro comercial, sobre todo a las de “Extralarge” que son unas divinas.
Al frente de su casa, me dice que es soltera con una gran sonrisa “Es que los matrimonios son una lotería y yo estoy bien así, porque no me gusta que me digan lo que tengo que hacer”.
La señora Elvira divide todos los meses su jubilación de cuarenta años en Correos en cuatro partes iguales: un cuarto para mantener el piso, un cuarto para comida, un cuarto para médicos y un cuarto para salidas, la de hoy por ejemplo, la de esta misma tarde en la que se comió un postre con porción doble de dulce de leche, seguramente un regalo del mozo que la conoce desde hace veinte años y que la ve venir siempre igual de sonriente los martes y los sábados y a veces, cuando llueve, también un día jueves.
jueves, 11 de agosto de 2011
Palabras diferentes
Cuando trabajaba como traductora en un organismo internacional de una ciudad de las provincias del imperio, un buen hombre que venía de mes en mes a cobrarme el aporte para una organización de beneficencia me preguntó un día de esos a qué me dedicaba. Con mucha delicadeza, traté de explicarle que era traductora y que eso consistía en poner las palabras de un idioma, inglés, francés o portugués por hablar de algo, en castellano. Él se quedó mirándome y después de unos segundos me dijo: “Eso no debe ser nada de fácil, porque las palabras deben ser diferentes”.
Del cómo trabajar con palabras diferentes podría ser una buena definición de lo que es traducir, pero no solo de eso. Porque, de alguna manera y siempre, nos encontramos con palabras diferentes; entre otras cosas, cuando nos sentamos frente al famoso papel en blanco con la intención de convertir lo pensado en un texto que lo refleje más o menos, tarde o temprano, con frases hechas o con frases que aspiran a ser nuevas, con palabras del idioma que aprendimos de niños o con la que hemos adquirido o decidido adquirir en otro país con otra lengua.
Las palabras son siempre diferentes. Casi nunca decimos lo que queremos decir en todos sus matices; casi nunca logramos trasmitir lo que quisimos trasmitir y, al final, la comunicación y la literatura son siempre una serie de rebajes o admisiones, de aceptación de que nada es como lo imaginamos o quisimos. En el mejor de los casos, todo puede ser mejor, más sorprendente o más nuevo que las mejores intenciones. En el peor de todos, las palabras no alcanzan; ni las del diccionario ni las otras.
Del cómo trabajar con palabras diferentes podría ser una buena definición de lo que es traducir, pero no solo de eso. Porque, de alguna manera y siempre, nos encontramos con palabras diferentes; entre otras cosas, cuando nos sentamos frente al famoso papel en blanco con la intención de convertir lo pensado en un texto que lo refleje más o menos, tarde o temprano, con frases hechas o con frases que aspiran a ser nuevas, con palabras del idioma que aprendimos de niños o con la que hemos adquirido o decidido adquirir en otro país con otra lengua.
Las palabras son siempre diferentes. Casi nunca decimos lo que queremos decir en todos sus matices; casi nunca logramos trasmitir lo que quisimos trasmitir y, al final, la comunicación y la literatura son siempre una serie de rebajes o admisiones, de aceptación de que nada es como lo imaginamos o quisimos. En el mejor de los casos, todo puede ser mejor, más sorprendente o más nuevo que las mejores intenciones. En el peor de todos, las palabras no alcanzan; ni las del diccionario ni las otras.
viernes, 5 de agosto de 2011
Copiando a Borges
En una noche de perfecto insomnio, sin alcohol y sin nubes, todo ser humano podría imaginar todas las formas posibles de la divinidad: única, doble, triple o colectiva, a la manera de los griegos. En las dos horas siguientes, evocaría sin mucha dificultad todos los juegos en los que se ha enredado, desde la más antigua niñez que pueda recordar hasta el mismísimo ahora de esa noche. En las dos o tres horas que queden desde entonces hasta la madrugada podría divertirse diseñando castillos o sociedades enteras hasta en sus más mínimos detalles. Las horas que falten para enterar el alba serían de soñar, pero despierto. Soñar, como soñamos todos, con escenas completas y llenas de misterios, escenas coloridas que recordará después sin saber si fueron más o apenas menos que los juegos y las elucubraciones de las dos y las tres de la mañana, universos completos de los que será protagonista, sin saber si el mundo va a acabarse ni si los animales que lo acechan son poesía o pesadilla. Símbolo de otros símbolos, simplemente cansancio.
5 de julio de 2011
5 de julio de 2011
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