viernes, 9 de octubre de 2009

¿Cuánto pesa nuestra galaxia?

¿Cuánto pesa nuestra galaxia? Cerca de la mitad de lo que los astrónomos creían antiguamente. En un estudio reciente en el que participaron astrónomos de diversos países, se llegó a la conclusión de que la masa de la Vía Láctea es similar a la de dos billones de soles. Según estudios anteriores, la masa de la Vía Láctea pesaba alrededor de dos trillones de soles.

Para meditar en una noche nublada o de las otras.

jueves, 13 de agosto de 2009

El pañuelo de Barenboim

En cada concierto de Daniel Barenboim llega un momento, después de la primera pieza o casi siempre, en que empieza a transpirar en tan inevitable, lo mismo da que sea como solista o dirigiendo a muchos, que no puede dejar de meter la mano en el bolsillo de la izquierda y sacar un pañuelo blanco, impecablemente cuadrado y más bien grande, con el que se seca la transpiración muchas veces a partir de entonces, en los intervalos que la música le deja y sin mayor efecto.

Desde la primera vez que lo vi, un año o poco más en una Viena absurda, empecé a preguntarme quién le lavará los pañuelos después de cada gira y quién se los colocará, uno al lado del otro, en la maleta. Cuántos serán por vez y de dónde los saca.

Anoche, pura emoción en un concierto de la orquesta de jóvenes israelíes y palestinos que dirige, me volví a imaginar la maleta impecable, llena de camisas blancas prolijamente abotonadas, y a preguntarme por el origen de los pañuelos blancos.

Rara duda.

Rara es la duda y las preguntas varias por el pañuelo blanco, con posibles cien réplicas por gira. Por sin esa duda, me respondo, tampoco habría duda por los temas elegidos y su ritmo. No habría duda por la emoción de tanto suizo en la platea. Por el sentido siempre misterioso de la música. Por esos pocos que a veces nos unimos en una ceremonia tan antigua. Por los variados dioses que acompañan a la chica del corno inglés y a los muchos violinistas. Por el dios que debe acompañar al hombre del pañuelo, aunque no tenga nombre. Dios de pura emoción y gotas que se escurren. Como el mío.

domingo, 28 de junio de 2009

Texto inspirado en la publicación de los inéditos de Cortázar en el 2009

El autor murió exactamente hace 25 años. Ella, no la única que pasó por su abraazo pero que siempre vivió en su cercanía, dice haber descubierto después de tantos años varias cajas hasta el borde de inéditos.
Las mismas cajas que se dejan escarbar durante varios meses y producen un porcentaje más o menos similar de poemas juveniles, cartas a familiares y a muchísimos amigos vagantes por el mundo, uno que otro discurso y varios relatos cortos que su eterna autocrítica le impidió publicar estando en plena vida.
Ella, la que siempre estuvo cerca, se alegra de encontrarlo nuevamente y de que vuelva a sorprenderla. Quiere escarbarlo todo y compartir lo que sólo ella tiene, aunque sellado por el propio autor poco antes de su muerte.
Y nunca faltará un joven profesor o un escritor que recién ha empezado a mostrar sus voces, fascinadamente dispuesto a compartir tantos rastros de historia.
El autor, no sabemos. Pero quiero pensar que habría preferido una buena fogata, celebraciones improvisadas siempre de madrugada, unos restos de vino, un comienzo de mate. Y el silencio que siempre quiso darle a algunas de sus obras.

Eta Carinae

Si la luz es la interpretación de longitudes percibidas por el ojo y los ojos de la especie animal, incluido el hombre que imagina, ¿qué colores tendrá la estrella Eta Carinae, conocida también con la denominación mucho menos emotiva de NGC 3372? ¿Qué colores tendrá en un firmamento donde los pétalos de las nebulosas se miden en miles de años luz y cosas parecidas?
Rodeada, como si fuera poco, por la nebulosa del homúnculo y conformada por polvo estelar y gas emitido por la estrella en una erupción detectada alrededor de 1840, época en la que era la segunda estrella más luminosa del firmamento nocturno, ¿qué hará allá en su espacio propio, en el que todavía no se han inventado los colores?
Allá, en esas galaxias, la estrella tan brillante en su momento y hoy tan oculta por nubes celestiales, no ha de tener colores. Si los tuviera, y en eso discreparían los cientificos como mayormente discrepan sobre todo, tendría que ser algo cercano al requesón que no es negro ni es blanco, ni demasiado denso ni demasiado blando. Tendrá que ser del tono de los grandes espacios que no tienen más color que vibraciones: lenta y con apenas un zumbido mezclado con los muchos zumbidos incoloros que nos recuerdan la mínima falacia de mirarnos la ropa y descubrir que está llena de motas, vergüenza de vergüenzas en un mundo repleto de manchones.

Boda en Santa María del Mar

Las chicas que esperan a la entrada, con un celular adosado a la oreja diametralmente opuesta a la cartera cargada de brillos oxidantes, llevan trajes bulliciosos y de telas bruscamente recortadas. Los de la filmadora van como todos los días, de vaqueros. Las madres no sabemos de tan lejos que están a un costado del coro. Y hay una prima o amiga que recorrre la iglesia, pasando como si fueran nada delante de las muchísimas capillas con un vestido enteramente rosa rematado con chal también rosa excesivo y el pelo arremangado con un pinche de cualquier y muchos de los días de semana.

Niños no hay. A lo lejos, hay un cura que charla con el novio y se sonríe. Y el novio, jovencísimo, que sonríe también como si no esperara.

Más allá de las veinte primeras filas de bancos de la iglesia hay y habemos de todo: los que rezan, apenas dos o tres que de tanto llorar no se enteran de nada; y en el ala derecha, casi apegada a la nave central, una señora que se ha sacado los zapatos porque la hinchazón que le avanza desde la rodilla y cae casi en triángulo le pide estar así, en lo más ancho.

Cuando a la media hora de espera y gritos de las chicas desde afuera y de varias pasadas de la dama de rosa, aparezca por fin la novia con su delgado y tembloroso padre cercano a los ochenta que se ha jugado todo ya desde los 18 en los puestos de marisco y bacalao del mercado central, la grabación de la marcha de Meldesohn se arrastrará en la grabadora en puro desafine, cosa que ni la novia ni su madre y mucho menos las amigas y el novio advertirán jamás como fuera de tono, la señora descalza se acercará a la nave y mirará a lo alto y aplaudirá como todos los domingos a esta hora esa belleza prestada de los primeros bancos, tan blanca, tan feliz esta mañana.
El hombre del aeropuerto
El hombre tiene el pelo largo y blanco, demasiado largo ya para su edad y su figura. No ocupa más espacio que el del cuerpo flaquísimo envuelto en pantalones y chaqueta de yins y se mueve despacio, mirándose las manos casi siempre.
Se podría decir que el hombre, este hombre que ha aprendido a moverse haciéndose invisible, está hora tras hora y en todos los rincones del aeropuerto sin nombre de Ginebra que atraviesan por igual centenas de alpinistas, musulmanas cubiertas hasta las pestañas y bolso original de Gucci, familias de portugueses que van o que regresan y hasta ginebrinos que no van ni que vienen, salvo a comprar en el único supermercado abierto en la ciudad hasta tarde e incluso los domingos.
El hombre se mueve con su única ropa que advierte desde lejos desaseo y a ratos se acomoda en un asiento duro con un gesto inconfundible de estar fumando algo. Tampoco come el hombre, ni lee ni conversa; y ni siquiera fuma porque, como ya todos saben, ni en éste ni en ningún otro aeropuerto del mundo se permite fumar puertas adentro.
Sólo se mueve algo de sus sitios cuando un viernes de tarde o un sábado temprano la puerta de llegada se llena de parientes y cientos de taxistas que esperan con un papel en mano y un nombre muchas veces mal escrito. Entonces y solamente entonces, el hombre se acerca lentamente a la barra donde se acodan los que esperan con verdaderas ganas y se encorva despacio, atento a cada paso de los que van saliendo y a cada nuevo beso; y se sonríe.
Sonríe como quien y como tantos que han llegado al pasillo buscando un reencuentro. Feliz por media hora de ser como son los que en verdad esperan.