En cada concierto de Daniel Barenboim llega un momento, después de la primera pieza o casi siempre, en que empieza a transpirar en tan inevitable, lo mismo da que sea como solista o dirigiendo a muchos, que no puede dejar de meter la mano en el bolsillo de la izquierda y sacar un pañuelo blanco, impecablemente cuadrado y más bien grande, con el que se seca la transpiración muchas veces a partir de entonces, en los intervalos que la música le deja y sin mayor efecto.
Desde la primera vez que lo vi, un año o poco más en una Viena absurda, empecé a preguntarme quién le lavará los pañuelos después de cada gira y quién se los colocará, uno al lado del otro, en la maleta. Cuántos serán por vez y de dónde los saca.
Anoche, pura emoción en un concierto de la orquesta de jóvenes israelíes y palestinos que dirige, me volví a imaginar la maleta impecable, llena de camisas blancas prolijamente abotonadas, y a preguntarme por el origen de los pañuelos blancos.
Rara duda.
Rara es la duda y las preguntas varias por el pañuelo blanco, con posibles cien réplicas por gira. Por sin esa duda, me respondo, tampoco habría duda por los temas elegidos y su ritmo. No habría duda por la emoción de tanto suizo en la platea. Por el sentido siempre misterioso de la música. Por esos pocos que a veces nos unimos en una ceremonia tan antigua. Por los variados dioses que acompañan a la chica del corno inglés y a los muchos violinistas. Por el dios que debe acompañar al hombre del pañuelo, aunque no tenga nombre. Dios de pura emoción y gotas que se escurren. Como el mío.
jueves, 13 de agosto de 2009
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