Javier saca la cuenta que lleva
por lo menos diez días peleado con Elvira y, sin hacer más cálculos, sabe que
en las tardes todo empeora. Pero la cita con los amigos es a las siete y piensa
que no puede faltar, que sea como sea va a conectarse para hablar con ellos por
un rato y ya pagará el precio.
Mientras transpira con la
presentación para mañana, Simón recuerda lo que acordaron y sueña con que
se atrasen para terminarla antes de que se le pierdan las ideas. La cita
es a las siete y, mientras tanto −veinte, diez,
cinco minutos menos− sigue tecleando y
mirando la bibliografía de reojo.
Ricardo lleva horas tratando de
copiar lo que anotó en la hoja de cálculos en el disco duro externo y no se atreve a llamar a su hija para que le
explique otra vez cómo funciona. Pero la cita es a las siete, aunque a las
siete y media deja de recordarla.
“Se olvidaron”, piensan por turnos y aliviados. El domingo siguiente se aparecen media hora antes en las pantallas de los otros, sin
comentarse nada.
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