domingo, 25 de febrero de 2018

jueves, 15 de febrero de 2018

Conducta en los aviones
Los que nunca dejarían el cepillo de dientes tirado en el borde de la ducha dejan papeles mojados al lado del lavamanos, a un milímetro del lugar donde deben botarse los papeles, mientras otros los tiran directamente al suelo, al lado de la puerta que se atasca.
En la alfombra del centro quedan desparramados diarios, bolsas, vasos, mantas. En el 11B hay un peluche inclinado como siguiendo un sueño.
Los pasajeros ya desaparecieron en la manga y de este lado solo queda la señora que espera una silla de ruedas. Elba camina al fondo, desde donde retira en unos pocos gestos los cubiertos de plástico no usados, los calcetines rojos que ofrecen de regalo para las horas de descanso y que se convierten en basura como todos los restos. Mete el peluche en el bolsillo y calcula que la niña ya debe estar corriendo alrededor de las maletas. Elba tiene prohibido salir del avión hasta que todos los del aseo hayan terminado su trabajo, muestren el contenido de las bolsas y repitan el código que cambia todas las madrugadas.
Piensa en sus siete nietos, sobre todo en Herminia que con sus cuatro añitos solo dice “mamá” y “leche” y “no me gusta” y que juega feliz con las muñecas que regala la empresa a fin de año. Piensa que podría llevárselo para adornar su cama. Cuando el encargado del grupo los apura desde la puerta delantera, Elba vuelve al 11B, donde deja el peluche apoyado en el respaldo. No podría esconderlo, mucho menos meterlo en esas bolsas repletas de papeles y de plásticos. No podría entregarlo como objeto perdido, junto con las bufandas y los aros de siempre que, como todos saben, terminan apilados en un rincón de una bodega.
Quizá alguien después. Quizá las azafatas del vuelo de la tarde. Quizá hasta don Álvaro, el piloto que recorre todo el avión antes de hacer entrar a los pasajeros. Quizá alguien pueda guardarlo y darle nueva vida.





Airbnb

Las llaves de agua se cierran impecables. La ducha es casi buena y la cama perfecta, blanca y anchísima en un altillo de madera que disimula lo parco del espacio.

Al atardecer, por una de las dos únicas ventanas cubiertas de rejillas, el cielo se demora en cambiar de colores, se da el lujo de nubes estrambóticas, de infinidad de tonos de grises y azulados como siempre en los otoños de esta isla.

En una pared hay tres cuadros que imitan temas chinos; en otra, varios marcos con rombos psicodélicos; en la tercera, varios paisajes pintados por un niño. Detrás de las hornallas, una imagen abstracta sobre vidrio. Al lado del refrigerador, un estallido de negro en tinta china, sobrante como todos los adornos.


El tostador eléctrico no funciona y hay que sujetarlo con la mano hasta que las tajadas empiecen a dorarse. La cocina se confunde con la sala, la sala con el dormitorio, el baño con la entrada. El motor del aire acondicionado se traga cualquier ruido. Cada paso en la noche es un peligro. 
El pedido del maestro

No era porque el maestro se lo hubiera pedido. En realidad, el maestro nunca pedía nada, no a él en todo caso. Lo que hacía era dar órdenes, demorarse siempre más de lo esperado en tocar la campana, contar chistes que solo él mismo celebraba con una risa larga.

No fue por eso, pero un día, de esos en que el calor se convertía fácilmente en furia, en vez de maldecir al ciclista que se le vino encima, sonrió como quien hace un ejercicio; sonrió de repente y como cualquier gesto. A media cuadra, se vio de frente a un tipo musculoso y lleno de tatuajes que podría haberlo atropellado con su metro noventa. Y volvió a sonreír. La tercera y la cuarta no le costaron nada. Bocinazo, sonrisa. Carcajada en su oreja, otra sonrisa.

Cuando llegó al negocio donde compraba algo para comer todas las tardes, miró al cajero que no lo saludaba a pesar de conocerlo hacía años, sonrió nuevamente y, antes de tirarle las monedas junto con el recibo, el hombre, sin saberlo, se detuvo un segundo. No más que eso, ni un gentil “buenas tardes” ni un “gracias”; nada fuera de serie, nada más que una mirada y casi de soslayo.

Al día siguiente, volvieron las bocinas, los gritos de los que gesticulaban con audífonos, las sirenas, los empujones para llegar primero delante del semáforo. Unos pocos le devolvían la sonrisa. Los demás seguían como siempre y él seguía sonriendo; no por mejor ni peor, sino por puro gusto de ese gesto.


Una tarde, el cajero del negocio de la esquina lo saludó con un inesperado “¿cómo está?”. Y suficiente.