sábado, 24 de junio de 2017


El silencio, se dio cuenta enseguida, era mucho más grande que oír nada. Más fuerte y frágil que la falta de ruido.
Eso lo descubrió un jueves en la tarde y se quedó sintiéndolo todo el fin de semana.
El silencio, se le ocurrió al comienzo, era una falta. Luego pensó que era un alivio. Lo encontró en los rincones y le gustó la forma que tenía, que era no tener forma. Después, lo encontró en el balcón antes de que aclarara, apenas distraído por unos pocos pájaros. Lo sorprendió más tarde, en pleno día entre los bocinazos.

En la noche, cuando recién empezaba a entenderlo o creer que entendía, lo descubrió al lado de un semáforo, medio escondido y nuevamente apenas. No dejó de buscar y de írselo encontrando en la fila del metro, en los pasillos de los supermercados, en los árboles tranquilos de la plaza. Entre los gritos de los niños que jugaban, siempre a su alrededor y siempre abierto.

Solo unos pocos días al año podía darse el lujo de instalarse a leer en la terraza. Los demás eran muy calurosos, muy fríos, muy oscuros, nublados o lluviosos. O simplemente días de semana en los que el ruido de los autos no lo dejaba concentrarse y se imaginaba absorbiendo sin quererlo cantidades enormes de algún tipo de mierda.

En esos pocos días, los mejores, se instalaba a un lado de la mesa cuando empezaba a atardecer y apoyaba las piernas en otra silla. El sol se iba escondiendo lento, y había brisa y había algunos pájaros en la punta de un árbol.


El mismo libro que había ido leyendo, antes, recostado en la cabecera de la cama o el sillón, se hacía más liviano y sonreía contento como siempre cuando encontraba una frase subrayable. Aunque distinto ahora, con más pausas.  

Tenía tantas fotos en los álbumes, ya no de papel ni nada parecido, que a veces, en la noche, cuando no se le ocurría nada mejor que hacer, se metía a escarbarlas.

En cada nueva búsqueda, no podía dejar de eliminar las fotos que habían sido recuerdo de un momento pero que no servían, ahora, ni siquiera como eso.


Entonces las borraba. Las primeras en caer a la carpeta de basura eran siempre las estatuas y los bustos; luego las calles, los letreros, las fotos de familias en los trenes. Algo se alivianaba o se limpiaba, pero con cada “al tacho” se iban tantos instantes que, al llegar a la cama, no podía dejar de preguntarse dónde se habrían ido, en qué memoria estaban después de tanto tiempo.