viernes, 19 de agosto de 2016
Ayer, después de varios días de ir leyendo su último
libro de cuentos sobre tipos perdidos en moteles de última, excampeones de box
que persiguen recuerdos y borrachines varios, me sorprendió el autor en la mesa
de al lado de un café sin estrellas. Ahí estaba, en la mesa del rincón con un
amigo, ni tomando un buen whiskey ni una copa de nada, las manos hechas nudo,
el pelo alborotado, lento, senil a ratos.
Escribes.
Como todas las noches, te sientas a escribir.
A veces, solo unas pocas líneas, un retrato, una imagen.
Como
todas las noches, describes lo que sea: una conversación entre dos
desconocidos, una sonrisa, algunas frases sueltas sin ningún punto aparte.
Escribes
cuentos que no llevan a nada, título y poco más, deshilachados.
Escribes
y una noche el cuento se completa, no porque lo hayas querido más que otros.
Simplemente.
Siempre en la noche, trataba de imitar ese ruido que
bajaba golpeando desde el cielo. Lo intentaba con piedras, con maderas, con la voz
inclusive, mientras los demás dormían tranquilos en su propio silencio. Nada
alcanzaba a imitar el temblor y tanta fuerza, pero seguía intentándolo, ahora
con cascabeles, con pedazos de huesos, por él y por los otros. No sabía y no lo
supo nunca que era el primer músico, ahí, desde ese fondo de las rocas oscuras.
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