domingo, 9 de mayo de 2021


 

Trece meses seguidos en lo mismo: el salto de la cama cuando debería darse una vuelta lenta como aconsejan en la clase de yoga; el encendido a tientas del hervidor de agua, el azúcar, la leche, el apuro por terminar el desayuno; el cansancio sabido de repetir los gestos.

El jueves, cuando todavía no terminaba de clarear, se vio, como si fuera a otro, en una especie de baile que iba de la cocina a la mesa y de ahí a la mirada fija en la ventana. No ahuyentó al gato y se puso a hacerle cariños en la espalda. Mientras sorbía el café, más fuerte o más entero, encontró en la ventana un cuadrado brillante de hojas amarillas en ese día oscuro. Y demoró la ducha.


 

Siempre fui coleccionista, pero de cosas sin precio, sin pasado. Cuando era adolescente, coleccionaba las tarjetas que me mandaban los amigos viajeros; palomas de madera, de yeso o porcelana; tazas hechas a mano y decoradas. Fáciles regalos de cumpleaños que se fueron sumando.

Ahora, para seguir juntando tendría que tocar las cosas y no puedo. Pero en las salidas a la plaza o al parque, mirando abajo, arriba y a los lados, llevo varias semanas encontrando semillas sin nombre, alargadas y duras, semillas cascabel caídas en el pasto, conos grisverde que se esconden. Como me sobra el tiempo, averiguo y comento con muy pocas respuestas. Y las traigo. Ya les hice un espacio en el estante de la entrada, después de eliminar las caracolas. Las miro y me pregunto dónde estaban.