viernes, 10 de marzo de 2017


Eran días al revés, de doce o catorce horas de sueño, después de nueve o más de caminatas. En la guía de viaje había destacado en amarillo todos los lugares donde quería ir, los que le habían recomendado, los que encontró en muchas otras búsquedas. Con un lápiz azul iba borrando los lugares recorridos; iba rápido, solo tenía cinco días.
Como había planeado desde hacía varios meses, se despertaba a las siete y ya media hora después estaba desayunando el café deslavado y la mezcla casi fría de huevos con jamón que ofrecían en el hostal, uno de los mejores de la calle. Esa calle por donde, cuando salía al poco rato para convertirse en una de los ocho y más millones que la recorrían cada año según las estadísticas, se veía venir a los recién levantados como ella, mucho sin haberse lavado ni acomodado el pelo, desgranados o en grupos, familias o parejas en su luna de miel, parejas recién hechas, de la noche anterior, rodando por ahí con la maleta mínima que aceptan en los vuelos más baratos o con nada en las manos, salvo la misma guía, sin subrayar quizá, sin entrecruces de colores.
En las noches, en vez de una cerveza o ese vino que vendían como dulce y como auténtico, prefería encerrarse en el cuarto a repasar los lugares de mañana; a compartir con los amigos las fotos que había ido tomado desde la puerta, esas raras imágenes de los que se detenían y, sin sacarse fotos, miraban hacia arriba, donde curiosamente revoloteaban cuervos y gaviotas.

Cuando leyó la carta esa primera vez, debe de haber llorado. Al comienzo, sobre todo al final lleno de besos. Del sobre la pasó a la billetera, para llevarla siempre; de la billetera a una carpeta de recuerdos con su nombre; de la carpeta a un montón de papeles de los que hasta hace poco no quería deshacerse. Durante varios años, le bastaba tocarla para sentirse cómplice y querida. Después nunca volvió a saber por qué no la rompía.

Una mañana, lejos del campo, de un pedazo de tierra, la juntó con papeles que llevaba pasando de una casa a otra casa, los puso en una fuente y les hundió dos fósforos. Viejos y secos, ardieron los papeles sin que quedara nada más que pétalos de hollín. Al lado, en el mismo lavaplatos, seguían remojándose una olla y dos platos de ayer, un trapo enjabonado, algunas cáscaras. El fuego continuó hasta no dejar nada, solo unos humos secos. 

A las tres de la mañana, se abre un espacio por el que entran el silencio y, a veces, las estrellas o la luna.
Un espacio en el que no hay ladridos, en el que ya se han callado incluso los gritos de los viernes y los sábados. Solo un cono de noche, un tiempo que no pasa.