jueves, 1 de diciembre de 2011

Atardecer en Kiribati

En Kiribati los días no terminan, se desploman. Y donde van a desplomarse es un océano tan amplio que solo las fotografías aéreas y las historias de los antepasados más antiguos pueden dar una idea de lo extenso que es. Ahí, en ese lugar, una pareja de lo que en las islas podría considerarse ancianos lleva más de treinta años sentándose a mirar el atardecer tomados de la mano. Hace treinta años, y no mucho antes ni mucho después, el último de sus hijos se fue a vivir a su propia casa o cabaña, por lo que desde entonces no han hecho más que acumular nietos y bisnietos. Y de mirar juntos el atardecer.

Cuando Manevo y Maneva llevaban ya más de veintiocho sentándose todas las tardes a ver ponerse el sol en lo que el pastor de sus tatarabuelos les había explicado que era el último atardecer del mundo, uno de los 128 bisnietos que tenían entonces los visitó para contarles que, por decreto del gobierno de las islas, la hora de antes ya no era la de antes sino una más y que el atardecer se había convertido por decreto en el primero. De paso, este cambio de hora les permitía ser el primer lugar que entraría en el siglo veintiuno con fuegos artificiales lanzados desde las islas más pobladas, fiestas organizadas especialmente para la ocasión y, sobre todo, turistas venidos de todo el mundo para compartir ese cambio de hora que acababa de aprobarse y cámaras de televisión que se pasearían por todas partes mirándolos celebrar como nunca antes se había celebrado un simple cambio de día.

Manevo y Maneva, como se llamaban entre ellos desde que se habían conocido, escucharon al bisnieto y ese mismo atardecer se preguntaron por qué el pastor les había hablado de la primera puesta de sol para que, después de tanto tiempo, unos pocos de los suyos, que probablemente ni siquiera conocían, decidieran cambiar el fin por el principio y los atardeceres de antes por otros que querían diferentes, como si pudieran cambiarse cosas tan antiguas. Como si las gaviotas pudieran pasar del lado del silencio al de los barcos o de los barcos al silencio por una simple decisión de esos vecinos que ni siquiera se preocupaban porque la isla más a la izquierda de todas las estrellas se había hundido como un barco cualquiera hasta no dejar a la vista más que unos pocos árboles.

Recordando los dichos del pastor que les habían trasmitido sus abuelos, sus bisabuelos y sus padres, Manevo y Maneva decidieron sin comentarle a nadie que las cosas eran lo que debían ser y no de otra manera, así como los peces salían de las aguas y los niños de sus madres. Decidieron también que el día del que hablaba su bisnieto prepararían esos platos que tanto les gustaban, a él y a los demás 127 que no querían ni empezar a contar porque se confundían, y los esperarían después del atardecer haciéndoles creer que había algo que celebrar fuera de estar todos juntos, empezando por ellos dos y siguiendo con todos los antepasados que también estarían en sus velas prendidas y en las flores.

Manevo y Maneva lucieron ese día las mejores vestimentas que tenían y se sentaron junto a todos los que habían nacido de muchos nacimientos, sus parejas y, lo que no faltaba nunca, tías, madres y abuelos de ellos y de los otros, a mirar los brillos que salían de la isla más cercana. Comieron y bebieron y cantaron y, cuando llegó el amanecer, vieron como se alejaban los más jóvenes hablando de unos tiempos de los que el pastor no había hablado nunca. Lo único que importaba, pensaron los dos al mismo tiempo sin ponerse de acuerdo, era haber recibido a todos los hijos, los nietos y bisnietos, y haber comido como en su propia ceremonia de unión, cuando el atardecer era lo que seguía siendo, el último del mundo, el más hermoso sobre esas aguas que no terminaban nunca de ser largas y azules y en los días más claros se tragaban los barcos con sus chispas sin límites.

"La biela"

Como posiblemente lo hayan pensando muchos, hay momentos que querríamos congelados o eternos. El más común de todos, el placer compartido en un suspiro; luego, y en una lista interminable que dejaría pálido a Umberto Eco con sus enumeraciones doctas por encargo, una lista larguísima, que va cambiando por épocas y edades. Para mí uno de ellos es el instante en que me siento, ya sea adentro una mañana de invierno o afuera en un día con un poco de sol y de tibieza en cualquier mes del año, en el café “La biela”, en Buenos Aires, y empiezo a abrir el diario después de haber pedido un café doble y tres medialunas de grasa, nunca menos.
Si tuviera que responder a la manoseada pregunta periodística de cuál me llevaría cuando muera, elegiría seguramente muchos otros: el momento antes de abrir un regalo muy deseado cuando niña; el anterior al primer beso, cuando sientes que todo viene bien y sin dobleces; el que anticipa un encuentro esperado en algún aeropuerto.
El de “La biela” pertenece a una categoría única. Con suerte, habrá un pájaro que cante desde el palo borracho. O mirarás despacio las nubes que se alargan después de un aguacero.
Las mesas, apartadas como deberían estar en todo buen café para dejarte a solas con todos los recuerdos y sin la intromisión insoportable de las conversaciones o de los celulares de los más cercanos. Siempre alguien que te hace imaginar que lleva años sentándose en la misma mesa, encontrándose a charlar con los mismos amigos. Siempre alguna pareja que te intriga saber qué los lleva a estar juntos.
Mientras nadie te grita en el oído, nadie te apura a dejar tu lugar por más tiempo que lleves sin pedir ni siquiera un vaso de agua, el momento se alarga.
Y sabes, y sobre todo quieres, poder llegar de nuevo; poder estar de nuevo mucho antes incluso que el pedido de café y medialunas. Cuando todo sea solo deseo y no más que desea. Sea certeza como antes de un despegue.
Todo vendrá después y está o entero o hecho y esperándote.

Los escritores

En algún rincón de alguna biblioteca debería haber una crónica o reseña de investigación científica que explique claramente por qué los escritores no hacen daño al planeta ni siquiera con su supuesto no hacer nada. Hablo de los escritores que intervienen o no intervienen en política, pero sobre todo de los que no se pelean a codazos por ningún premio ni escriben artículos en los que destruyen a los más posibles candidatos. Hablo de los escritores que sobre todo escriben; los que contemplan y escriben; los que hacen clases de castellano en las mañanas y escriben en la tarde; los que archivan todo el día y escriben en la noche. Los que no pueden dejar de escribir. Los verdaderos escritores.
De los cuales se podría comentar en la crónica o estudio en cuestión que no solo no le hacen daño a nadie, sino que incluso añaden algo a las avenidas y los parques contemplados por muchos y no vistos. De cómo, en eso que aparentemente no es mucho más que silencio o ensimismamiento, dan una vida distinta a las manzanas. Redondean los troncos. Descubren alegrías y tristezas donde todo se aplana o se silencia. Se ríen reconociendo lo que es grave. Lloran con mucho empeño en las esquinas donde nadie ve nada que merezca tristeza.
No le hacen daño a nadie, ya está visto. Ni al planeta ni a nadie. Y solamente escriben.