Lo cierto es que hasta el mismo nombre de Rinaldo se convirtió en leyenda en la ciudad y en muchas otras de los alrededores. Cuando viejo dicen que sonreía imaginándose que ese pobre tablón en el que empezó a dejar escritos hacía veinte años o más de los que recordaba dejó de ser el suyo y solo suyo y empezó a convertirse en un tablón de todos los que pasaban por ahí con una idea recordada en toda la jornada, de los pobres poetas que iban solo de paso e insistían en recalar en el embarcadero para dejar una o dos carillas. Ya de viejo, Rinaldo se reía sin dientes recordando que su escueto tablón, seguramente ignorado por las damas que subían a misa, en unos pocos años había conocido más textos que la mejor imprenta de toda la ciudad y soñaba, en eso sí estaban todos de acuerdo, soñaba y no podía dejar de soñar hasta que se hizo enfermo y tuvo que dejarse llevar por los monjes que acogían a los pobres, quisieran o no quisieran ser llevados a ese sepulcro para abandonados en el que habían convertido uno de sus monasterios, que algún día uno de esos grandes señores impresores que ya llevaban años publicando ejemplares bellamente ilustrados, recogería los mejores de sus últimos textos, les sumarían los de los escritores pasajeros y haría con todo eso un libro como los que sabían hacer, con letras que no era necesario escribir a mano, e ilustrados con las imágenes más coloridas y brillantes que sus muy bien pagados dibujantes lograran extraer de todas sus palabras.
Rinaldo murió apenas unos meses después de que Fredrich Möller, gran empresario impresor admirado por todos los escritores de cuanto alrededor podía imaginarse, empezara a juntar las páginas que encontraba los domingos de mañana en el tablón anónimo y decidiera, asesorado por los mejores abogados pero sobre todo por los mejores académicos entonces conocidos, juntar los muchos papeles que no le costaba nada recopilar y, con la aprobación del obispo, publicar la primera versión de poemas y cuentos de la zona, con título elegido por el mejor maestro en artes tradicionales y adornado con ribetes de luciente dorado.
Rinaldo no supo nada de eso, primero por estar tan enfermo que los monjes no lo dejaban ni levantarse de la cama y luego, definitivamente, por estar muerto y más que muerto, sin saber como los jóvenes iban llenando el tablón con textos sobre los temas más variados, atrevidos incluso para muchos de los que llegaban a leerlos llevados por la fama de ese tablón anónimo que se fue convirtiendo en asomo y respuesta y luego fue llenándose de ideas, siempre frescas y siempre compartibles.
jueves, 24 de noviembre de 2011
El escritor sin tiempo
o “Primer intento de blog en la Europa medieval”
Por no tener dinero para publicar en una buena versión encuadernada lo que iba escribiendo ni nadie en el condado que le ayudara a hacerlo, Rinaldo se hizo el hábito de clavar sus manuscritos en un tablero que, por suerte, encontró no lejos de la plaza y, por milagro, vacío.
El tablero tenía, fuera de esas, la virtud de estar en un lugar muy transitado por las damas que subían por lo menos una vez a la semana hacia la iglesia, comerciantes de muy variado tipo y hasta extranjeros que recorrían a pie el trayecto desde el embarcadero a las tabernas, lúcidos todavía o bien ebrios y con mucho interés por todos sus escritos.
Después de trabajar todo el día para otro, Rinaldo se sentaba ante el mesón de madera del cuarto que alquilaba a rellenar páginas de páginas con las ideas que se le habían ido ocurriendo en las horas muy lentas de toda la jornada y que iba memorizando para poder recordarlas después, cuando por fin podía dejar de ser dos para ser uno y no más que uno, el Rinaldo encorvado y ansioso que perseguía ideas con una letra rápida y redonda.
El sábado en la tarde y sin faltar ninguno, bajaba hasta la plaza con el rollo de páginas que retiraría el sábado siguiente y un buen montón de clavos de los más finos que encontraba en el mercado para repetir casi sin variaciones el rito de esperar que los comerciantes se fueran retirando y, poco antes de que empezaran a llegar los músicos o a juntarse los viajeros, retirar lentamente los textos ya un poco amarillentos o un poco desgajados y colocar los nuevos, los que nunca sabía cuántos se detendrían a leer hasta el siguiente sábado.
Los que entonces eran jóvenes o niños todavía recuerdan haberle oído contar a los pies del tablón o, mucho después, en varias de las muchas tabernas de la ciudad, que un sábado de tarde, cuando llegó a cambiar los textos de la semana anterior encontró, con sorpresa primero y luego con codicia, un escrito casi con tinta fresca al pie de su despliegue. Los jóvenes de entonces, o niños todavía, recuerdan hechos vagos a partir de esa historia, relatos que coinciden o que se contradicen. A partir de ese día, dicen muchos, Rinaldo empezó a escribir cada vez menos, siempre con la esperanza de que en todo el espacio que luego dejaría alguien le contestara con una o varias páginas. Hay otros, también muchos, a quienes nadie podría discutirles que Reinaldo siguió escribiendo con más entusiasmo incluso que antes, inspirado por lo que le parecían respuestas o agregados. Nadie está muy de acuerdo, pero unos pocos dicen y aseguran que después de ese sábado Rinaldo abandonó su empleo y empezó simplemente a recorrer tabernas donde contaba cuentos y más cuentos pero nunca de osos ni de cisnes, cuentos siempre delgados y creíbles, que nadie, ni en los rincones más pobres del lugar ni en los más eruditos, podría comentarle o rebatirle. Pero esos son muy pocos y tienen pocas razones que lo prueben.
Por no tener dinero para publicar en una buena versión encuadernada lo que iba escribiendo ni nadie en el condado que le ayudara a hacerlo, Rinaldo se hizo el hábito de clavar sus manuscritos en un tablero que, por suerte, encontró no lejos de la plaza y, por milagro, vacío.
El tablero tenía, fuera de esas, la virtud de estar en un lugar muy transitado por las damas que subían por lo menos una vez a la semana hacia la iglesia, comerciantes de muy variado tipo y hasta extranjeros que recorrían a pie el trayecto desde el embarcadero a las tabernas, lúcidos todavía o bien ebrios y con mucho interés por todos sus escritos.
Después de trabajar todo el día para otro, Rinaldo se sentaba ante el mesón de madera del cuarto que alquilaba a rellenar páginas de páginas con las ideas que se le habían ido ocurriendo en las horas muy lentas de toda la jornada y que iba memorizando para poder recordarlas después, cuando por fin podía dejar de ser dos para ser uno y no más que uno, el Rinaldo encorvado y ansioso que perseguía ideas con una letra rápida y redonda.
El sábado en la tarde y sin faltar ninguno, bajaba hasta la plaza con el rollo de páginas que retiraría el sábado siguiente y un buen montón de clavos de los más finos que encontraba en el mercado para repetir casi sin variaciones el rito de esperar que los comerciantes se fueran retirando y, poco antes de que empezaran a llegar los músicos o a juntarse los viajeros, retirar lentamente los textos ya un poco amarillentos o un poco desgajados y colocar los nuevos, los que nunca sabía cuántos se detendrían a leer hasta el siguiente sábado.
Los que entonces eran jóvenes o niños todavía recuerdan haberle oído contar a los pies del tablón o, mucho después, en varias de las muchas tabernas de la ciudad, que un sábado de tarde, cuando llegó a cambiar los textos de la semana anterior encontró, con sorpresa primero y luego con codicia, un escrito casi con tinta fresca al pie de su despliegue. Los jóvenes de entonces, o niños todavía, recuerdan hechos vagos a partir de esa historia, relatos que coinciden o que se contradicen. A partir de ese día, dicen muchos, Rinaldo empezó a escribir cada vez menos, siempre con la esperanza de que en todo el espacio que luego dejaría alguien le contestara con una o varias páginas. Hay otros, también muchos, a quienes nadie podría discutirles que Reinaldo siguió escribiendo con más entusiasmo incluso que antes, inspirado por lo que le parecían respuestas o agregados. Nadie está muy de acuerdo, pero unos pocos dicen y aseguran que después de ese sábado Rinaldo abandonó su empleo y empezó simplemente a recorrer tabernas donde contaba cuentos y más cuentos pero nunca de osos ni de cisnes, cuentos siempre delgados y creíbles, que nadie, ni en los rincones más pobres del lugar ni en los más eruditos, podría comentarle o rebatirle. Pero esos son muy pocos y tienen pocas razones que lo prueben.
domingo, 13 de noviembre de 2011
Octavio
Octavio estaba convencido que todo gesto amable, incluidos los suyos, se sumaban sin mayor trámite ni mayor aspaviento a un caudal que, aunque sin definir, facilitaba la buena convivencia, la sucesión ininterrumpida de las estaciones y la pesca, tanto de mar como de río.
Octavio imaginaba un mundo en el que cada ceda el paso respetado tenía un eco inmediato en otro plano, aunque no lo explicara en esos términos y más bien en ninguno.
Por eso, y a pesar de vivir a veces meses sin el menor rasguño, Octavio no podía dejar de ponerse melancólico después de casi saltarse una luz roja o, por simple distracción, pagar en la caja para las embarazadas en un supermercado.
Octavio imaginaba un mundo en el que cada ceda el paso respetado tenía un eco inmediato en otro plano, aunque no lo explicara en esos términos y más bien en ninguno.
Por eso, y a pesar de vivir a veces meses sin el menor rasguño, Octavio no podía dejar de ponerse melancólico después de casi saltarse una luz roja o, por simple distracción, pagar en la caja para las embarazadas en un supermercado.
miércoles, 2 de noviembre de 2011
La moto y la provincia
(28.10.11)
Providencia de noche era un derrumbe, un foso. Antes de que llegara la televisión al pueblo y después que la abuela terminara de oír las radionovelas de las ocho y las nueve, Providencia era negro, era silencio. Quizás había grillos, quizá un búho o pájaros sin nombre las noches de verano, pero lo único que realmente se escuchaba en Providencia era vacío.
Por eso, desde la adolescencia, Emilio siempre quiso tener una moto. No solo tener una moto, la más nueva y moderna que fuera posible con lo que le alcanzaran los ahorros, sino una moto con tubo de escape abierto y capaz de provocar ladridos hasta en los perros del hospital, a dos kilómetros o más del centro y de la plaza. Una moto, imaginaba en las noches que empezaban igual en julio y en febrero, que fuera comienzo de algo, pero que sobre todo fuera final del tedio en ese pueblo callado, previsible y apenas poco más que rural en el que le había tocado nacer, como antes a sus padres, a sus abuelos y a muchos otros que nadie recordaba, condenados a repetir los mismos gestos día a día, los mismos recuerdos polvorientos, los mismos anticipos y las mismas vendimias.
Por suerte, apenas cumplidos los diecinueve Emilio pudo comprarse la moto que quería, no la más nueva ni la más brillante, sino la que tenía doble tubo de escape, el motor de arranque más rápido y estruendoso que se ofrecía en varias tiendas de la capital y una frenada brusca y sorda, mejor y más potente que hasta las más soñadas.
Después de comprarla, Emilio esperó casi una semana antes de estrenarla. Los días de entretanto se le fueron en pulirla con los mejores paños y los mejores productos que encontró en la ciudad, pensando como siempre en Providencia y sus noches de luto. En la tercera repasada, se inclinó finalmente por la noche del domingo, la noche más silenciosa de toda la semana si en algo hubieran podido compararse las noches con las noches en ese pueblo mínimo. A mediodía almorzó con sus padres y la abuela como en cualquier domingo. De tarde, se entretuvo un par de horas con los compañeros de liceo que celebraran el último verano en Providencia antes de entrar al instituto a estudiar notariado o técnicas agrícolas.
Nadie lo acompañó esa noche a retirar la sábana que escondía la moto en una esquina, entre el almacén de don Moncho y el abandono total de lo que ya empezaba a ser campo sin matices. Nadie lo acompañó en el primer intento ni en el primer arranque. Sus amigos, los amigos más cercanos de la escuela, no tenían nada que se pareciera a esa pasión; lo suyo era el sarcasmo o era droga. En los casos más lúdicos, era algo de poesía y sueños desvaídos; en los más adaptados, era el sueño con un puesto en el mismo ministerio donde trabajaba el padre, un acomodo grande de traje y de corbata, y un deseo de rancho, de prole, de brisa por la tarde y lotería siempre los domingos.
Esa primera noche, Emilio dio dos vueltas al pueblo y siempre desde fuera, pasando por detrás del cementerio y los depósitos. Nadie quiso creer en toda Providencia que el temblor escuchado era tan verdadero o mucho más incluso que los aterradores truenos provincianos que terminaban salpicando lluvias y granizos desde el borde hasta el centro o en cualquier otro pueblo. El miércoles, y recién ese miércoles y el jueves, Emilio se atrevió a acercarse a las calles, imaginando gritos y alborotos en las casas que iban iluminándose como en muy pocas noches de cualquier otro año recordado. El viernes, y aprovechando que sería feriado hasta el lunes de tarde, enfiló por el medio de la Avenida Francia y feliz de atreverse. El domingo, como un sueño cumplido, se encontró en “El Providenciano” con un titular a todo lo ancho sobre el nuevo fenómeno que nadie se atrevía a identificar enteramente y que el alcalde definía, él sí y sin dudarlo, como expresión de los males que acechaban al pueblo ante la inminente declaración oficial de Providencia como “aldea tradicional” y los múltiples beneficios que se esperaban de ello para los tejidos en hilo de las madres y abuelas y los fabricantes de licores con técnicas heredadas desde el mil ochocientos.
Después, y con el mismo ritmo de todos los después que demoraban años en el pueblo, alguien habló en la plaza de un segundo rugido que también se atrevía por Avenida Francia; de un zumbido que a veces en las noches se escuchaba como a veces se oían los camiones que pasaban por la Nacional, pero muy de vez en cuando y solamente antes de una tormenta. A partir de ese agosto y cuando del silencio de las noches quedaba poco o nada, la abuela dejó definitivamente de escuchar las radionovelas de las ocho y las nueve para seguir los círculos de ruido que nadie precisaba si venían del hospital o el cementerio. Los tres policías que se turnaban para cuidar el pueblo nunca dijeron nada. Don Esteban, y solo Don Esteban, fue el único que se atrevió a recordar públicamente las películas de un italiano que habían visto dos o tres veces en el cine de la municipalidad, en las que algunos jóvenes, todos en blanco y negro, se dejaban caer por rutas de la costa quitándoles silencio para empezar a los curas, después a los maestros y luego a todo un pueblo.
Las noches de Providencia nunca volvieron a ser lo que eran antes. A pesar de que en pleno invierno, y con gran alegría del alcalde, el gobierno había declarado a Providencia “aldea rural tradicional”, con todas las ayudas que eso suponía, las noches de silencio se fueron convirtiendo en ventanas cerradas, en esas noches con las que soñaba Emilio ya desde los dieciocho: horas llenas y enteras, ansiedad de motores en la plaza, un silencio desecho seguido, poco o mucho después, por muchos ruidos raros de camiones y alarmas.
Providencia de noche era un derrumbe, un foso. Antes de que llegara la televisión al pueblo y después que la abuela terminara de oír las radionovelas de las ocho y las nueve, Providencia era negro, era silencio. Quizás había grillos, quizá un búho o pájaros sin nombre las noches de verano, pero lo único que realmente se escuchaba en Providencia era vacío.
Por eso, desde la adolescencia, Emilio siempre quiso tener una moto. No solo tener una moto, la más nueva y moderna que fuera posible con lo que le alcanzaran los ahorros, sino una moto con tubo de escape abierto y capaz de provocar ladridos hasta en los perros del hospital, a dos kilómetros o más del centro y de la plaza. Una moto, imaginaba en las noches que empezaban igual en julio y en febrero, que fuera comienzo de algo, pero que sobre todo fuera final del tedio en ese pueblo callado, previsible y apenas poco más que rural en el que le había tocado nacer, como antes a sus padres, a sus abuelos y a muchos otros que nadie recordaba, condenados a repetir los mismos gestos día a día, los mismos recuerdos polvorientos, los mismos anticipos y las mismas vendimias.
Por suerte, apenas cumplidos los diecinueve Emilio pudo comprarse la moto que quería, no la más nueva ni la más brillante, sino la que tenía doble tubo de escape, el motor de arranque más rápido y estruendoso que se ofrecía en varias tiendas de la capital y una frenada brusca y sorda, mejor y más potente que hasta las más soñadas.
Después de comprarla, Emilio esperó casi una semana antes de estrenarla. Los días de entretanto se le fueron en pulirla con los mejores paños y los mejores productos que encontró en la ciudad, pensando como siempre en Providencia y sus noches de luto. En la tercera repasada, se inclinó finalmente por la noche del domingo, la noche más silenciosa de toda la semana si en algo hubieran podido compararse las noches con las noches en ese pueblo mínimo. A mediodía almorzó con sus padres y la abuela como en cualquier domingo. De tarde, se entretuvo un par de horas con los compañeros de liceo que celebraran el último verano en Providencia antes de entrar al instituto a estudiar notariado o técnicas agrícolas.
Nadie lo acompañó esa noche a retirar la sábana que escondía la moto en una esquina, entre el almacén de don Moncho y el abandono total de lo que ya empezaba a ser campo sin matices. Nadie lo acompañó en el primer intento ni en el primer arranque. Sus amigos, los amigos más cercanos de la escuela, no tenían nada que se pareciera a esa pasión; lo suyo era el sarcasmo o era droga. En los casos más lúdicos, era algo de poesía y sueños desvaídos; en los más adaptados, era el sueño con un puesto en el mismo ministerio donde trabajaba el padre, un acomodo grande de traje y de corbata, y un deseo de rancho, de prole, de brisa por la tarde y lotería siempre los domingos.
Esa primera noche, Emilio dio dos vueltas al pueblo y siempre desde fuera, pasando por detrás del cementerio y los depósitos. Nadie quiso creer en toda Providencia que el temblor escuchado era tan verdadero o mucho más incluso que los aterradores truenos provincianos que terminaban salpicando lluvias y granizos desde el borde hasta el centro o en cualquier otro pueblo. El miércoles, y recién ese miércoles y el jueves, Emilio se atrevió a acercarse a las calles, imaginando gritos y alborotos en las casas que iban iluminándose como en muy pocas noches de cualquier otro año recordado. El viernes, y aprovechando que sería feriado hasta el lunes de tarde, enfiló por el medio de la Avenida Francia y feliz de atreverse. El domingo, como un sueño cumplido, se encontró en “El Providenciano” con un titular a todo lo ancho sobre el nuevo fenómeno que nadie se atrevía a identificar enteramente y que el alcalde definía, él sí y sin dudarlo, como expresión de los males que acechaban al pueblo ante la inminente declaración oficial de Providencia como “aldea tradicional” y los múltiples beneficios que se esperaban de ello para los tejidos en hilo de las madres y abuelas y los fabricantes de licores con técnicas heredadas desde el mil ochocientos.
Después, y con el mismo ritmo de todos los después que demoraban años en el pueblo, alguien habló en la plaza de un segundo rugido que también se atrevía por Avenida Francia; de un zumbido que a veces en las noches se escuchaba como a veces se oían los camiones que pasaban por la Nacional, pero muy de vez en cuando y solamente antes de una tormenta. A partir de ese agosto y cuando del silencio de las noches quedaba poco o nada, la abuela dejó definitivamente de escuchar las radionovelas de las ocho y las nueve para seguir los círculos de ruido que nadie precisaba si venían del hospital o el cementerio. Los tres policías que se turnaban para cuidar el pueblo nunca dijeron nada. Don Esteban, y solo Don Esteban, fue el único que se atrevió a recordar públicamente las películas de un italiano que habían visto dos o tres veces en el cine de la municipalidad, en las que algunos jóvenes, todos en blanco y negro, se dejaban caer por rutas de la costa quitándoles silencio para empezar a los curas, después a los maestros y luego a todo un pueblo.
Las noches de Providencia nunca volvieron a ser lo que eran antes. A pesar de que en pleno invierno, y con gran alegría del alcalde, el gobierno había declarado a Providencia “aldea rural tradicional”, con todas las ayudas que eso suponía, las noches de silencio se fueron convirtiendo en ventanas cerradas, en esas noches con las que soñaba Emilio ya desde los dieciocho: horas llenas y enteras, ansiedad de motores en la plaza, un silencio desecho seguido, poco o mucho después, por muchos ruidos raros de camiones y alarmas.
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