En un cielo sin nubes esponjosas, y ya pasados todos los filtros de los juicios y las pesas, conviven, aunque apenas sabiéndolo, todos los seres que han sido. El paraíso es un lugar sin verdes, seco incluso se podría decir si no fuera por el constante aire de llovizna que es una sola nube interminable de gris con pinceladas celestes y azuladas, un paraíso color leche y silencioso que se repite hasta el infinito y en el que caben todos.
El silencio es lo primero que les llama la atención a los recién llegados, porque no es un silencio que pueda compararse con el de un buen pueblo aislado y mucho menos con el de todos los desiertos. Lo primero y más insoportable es el silencio y la falta de imágenes, que solo puede evocar remotamente una película europea en blanco y negro y lenta. Lo único categórico que podría decirse sobre este paraíso sin ángulos ni bordes es que está lleno de nada y niebla de espesura, aunque de niebla que no alcanza a ser niebla excepto por lo vago. Un paraíso que nadie nunca se imaginó tan amplio y tan intacto; ni siquiera los músicos más retraídos, ni siquiera los santos.
De más está decir que en este, el verdadero paraíso, no hay placeres tampoco: ni aguas cristalinas ni mieles ni mucho menos arpas.
En este espacio inmenso, donde nunca llega a ser ni demasiado noche ni demasiado día, están todos los seres que vivieron hundidos en la niebla, hundidos en el silencio, hundidos en la leche, ni cubiertos con togas ni desnudos, ni solos ni perdidos.
De los millones que han pensado el paraíso, quizá haya unos pocos que llegaron a sentirlo como en realidad es, esa celestitud sin tiempo del que solo se sale cuando alguien te recuerda.
Antes de eso y después, solo hay vuelta al silencio de siempre y sin tristeza. Sin causas ni motivos, sin ningún “por lo tanto”, sino un presente eterno que casi siempre es bruma, aunque no de algodones.
En este paraíso solo llegan la luz y sus colores cuando alguien, desde el mundo, se acuerda de sus muertos. En las nubes, por llamarlas así a falta de otro nombre, en las que habitan Einstein y John Lennon y muchos muchos otros, el color es constante. En cambio, en regiones más lentas, los rojos y los lilas aparecen apenas, cuando un ser de la Tierra se acuerda de una vida, se interesa por ella, la evoca en algún cuento, la busca en esos raros aparatos que encuentran casi todo y, por lo que en otras partes sería un solo instante, el manto que no es manto se convierte en un verde apasionado y hay árboles y hay canto o por lo menos algún murmullo suave que no incomoda a nadie.
Por poner un ejemplo fuera de los más evidentes, Mahoma, Jesucristo, Jimmy Hendrix, alguien que siempre atrae burbujas de colores es el muy recordado Beneplácito Carreras, gobernador en su tiempo de la provincia de Neuquén, que desde abajo, en caso de que hubiera arriba y abajo y puntos similares, siempre recuerda alguien por sus gestos amables y los asados incomparables que ofrecía en cada fiesta nacional, oficial o no reconocida ni en los almanaques que, no se sabe por qué, lograba organizar con cientos de terneros y sin más intención que alegrar a su pueblo. En las muchas imágenes que siempre se aparecen en medio de esa paisaje de galaxias con muy pocos detalles, don Beneplático vuelve a ser lo que fue en sus tres dimensiones, siempre tomando mate y siempre rodeado de una multitud que viene y que se aleja de acuerdo con las leyes de ese ahora paraíso, según y cómo vengan los recuerdos.
Mientras nadie se aleja ni se acerca, en lo que en cierto espacio sería los primeros de noviembre, siempre hay música y dulces, muchos grupos de amigos que solo se reúnen, por unas ciertas horas de un tiempo sin medidas, en lo que en algún sitio es ese día.
Saliendo de la bruma, Mercedes busca siempre a Daniela el día en que las dos celebraban su cumpleaños y logra iluminarla por un largo silencio, el tiempo suficiente para darle un abrazo.
Esteban, menos afortunado, aprovecha los pasajeros recuerdos de sus nietos para pasar el día de su santo recibiendo visitas que al rato van perdiéndose por no tener a nadie.
Hay otros, intermedios en la intensidad de los recuerdos o simplemente más favorecidos cuando estos empiezan a juntarse, que se encuentran a veces en medio de un despunte de colores con alguien que conocieron quizás por unos días, quizás por unos meses, y con el que coinciden en misterio de onomástico o de casualidad absoluta, juntos por un oasis de memoria que los saca y los vuelve y los deja vivir por un tiempo sin tiempo lo que en otros lugares se llamaría vida.
De todos los que pasan y atraviesan felices o indiferentes por la niebla, una figura siempre: la de Yelena Krakowia, la mujer con largas trenzas del poblado de Kazimierz, que terminó siendo anciana y famosa en el siglo XVIII de otro tiempo por contar cuentos tradicionales en la plaza y a la que todavía, aunque muy de cuando en cuando, se le acercan figuras a punto de perderse en la neblina a pedirle una historia.
jueves, 23 de diciembre de 2010
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