Don Herrabundo Martínez Martínez estuvo enamorado una vez, a los casi siete meses de estar viudo, de una mujer buena y bastante rolliza que, por el plazo exacto de tres a cuatro semanas, lo tuvo embelesado con sus gracias.
No se sabe hasta ahora por qué don Herrabundo se negó a seguir sintiendo de tal forma, porque la buena dama, Mercedes de su nombre y desde siempre, madre de cuatro hijos y abuela ya de siete, era de lo mejor que podría ocurrirle en tiempos de desgracia como esos y sobre todo invierno.
La señora Mercedes que, a pesar de todos los hechos mencionados, era de esas mujeres macizas pero tiernas y de las que en el peor de los casos se podría decir que eran delgadas pero con todos los huesos escondidos y, era, como se ha dicho, lo máximo que podría haber deseado: buena ama de casa, redonda y llena de matices y cinturas, tierna y emprendedora, tan llena de talentos que a muchos otros hombres los habría asustado de solo imaginarla en un rato de órdenes e ideas.
Don Herrabundo la abandonó en la cantina del pueblo un sábado de noche por sentir que era mucho. Y, lo que es casi peor, la dejó pasar sola por varios ballenatos y otros valses.
Doña, la doña Mercedes, no dejará jamás de contarles a los nietos de ese señor tan fino que un día la invitó y casi la sedujo. Él, por no poder tragárselo, dice que fue un romance de una noche. Y no se atreve a más, porque doña Mercedes le sobraba.
jueves, 23 de diciembre de 2010
La vida de después
En un cielo sin nubes esponjosas, y ya pasados todos los filtros de los juicios y las pesas, conviven, aunque apenas sabiéndolo, todos los seres que han sido. El paraíso es un lugar sin verdes, seco incluso se podría decir si no fuera por el constante aire de llovizna que es una sola nube interminable de gris con pinceladas celestes y azuladas, un paraíso color leche y silencioso que se repite hasta el infinito y en el que caben todos.
El silencio es lo primero que les llama la atención a los recién llegados, porque no es un silencio que pueda compararse con el de un buen pueblo aislado y mucho menos con el de todos los desiertos. Lo primero y más insoportable es el silencio y la falta de imágenes, que solo puede evocar remotamente una película europea en blanco y negro y lenta. Lo único categórico que podría decirse sobre este paraíso sin ángulos ni bordes es que está lleno de nada y niebla de espesura, aunque de niebla que no alcanza a ser niebla excepto por lo vago. Un paraíso que nadie nunca se imaginó tan amplio y tan intacto; ni siquiera los músicos más retraídos, ni siquiera los santos.
De más está decir que en este, el verdadero paraíso, no hay placeres tampoco: ni aguas cristalinas ni mieles ni mucho menos arpas.
En este espacio inmenso, donde nunca llega a ser ni demasiado noche ni demasiado día, están todos los seres que vivieron hundidos en la niebla, hundidos en el silencio, hundidos en la leche, ni cubiertos con togas ni desnudos, ni solos ni perdidos.
De los millones que han pensado el paraíso, quizá haya unos pocos que llegaron a sentirlo como en realidad es, esa celestitud sin tiempo del que solo se sale cuando alguien te recuerda.
Antes de eso y después, solo hay vuelta al silencio de siempre y sin tristeza. Sin causas ni motivos, sin ningún “por lo tanto”, sino un presente eterno que casi siempre es bruma, aunque no de algodones.
En este paraíso solo llegan la luz y sus colores cuando alguien, desde el mundo, se acuerda de sus muertos. En las nubes, por llamarlas así a falta de otro nombre, en las que habitan Einstein y John Lennon y muchos muchos otros, el color es constante. En cambio, en regiones más lentas, los rojos y los lilas aparecen apenas, cuando un ser de la Tierra se acuerda de una vida, se interesa por ella, la evoca en algún cuento, la busca en esos raros aparatos que encuentran casi todo y, por lo que en otras partes sería un solo instante, el manto que no es manto se convierte en un verde apasionado y hay árboles y hay canto o por lo menos algún murmullo suave que no incomoda a nadie.
Por poner un ejemplo fuera de los más evidentes, Mahoma, Jesucristo, Jimmy Hendrix, alguien que siempre atrae burbujas de colores es el muy recordado Beneplácito Carreras, gobernador en su tiempo de la provincia de Neuquén, que desde abajo, en caso de que hubiera arriba y abajo y puntos similares, siempre recuerda alguien por sus gestos amables y los asados incomparables que ofrecía en cada fiesta nacional, oficial o no reconocida ni en los almanaques que, no se sabe por qué, lograba organizar con cientos de terneros y sin más intención que alegrar a su pueblo. En las muchas imágenes que siempre se aparecen en medio de esa paisaje de galaxias con muy pocos detalles, don Beneplático vuelve a ser lo que fue en sus tres dimensiones, siempre tomando mate y siempre rodeado de una multitud que viene y que se aleja de acuerdo con las leyes de ese ahora paraíso, según y cómo vengan los recuerdos.
Mientras nadie se aleja ni se acerca, en lo que en cierto espacio sería los primeros de noviembre, siempre hay música y dulces, muchos grupos de amigos que solo se reúnen, por unas ciertas horas de un tiempo sin medidas, en lo que en algún sitio es ese día.
Saliendo de la bruma, Mercedes busca siempre a Daniela el día en que las dos celebraban su cumpleaños y logra iluminarla por un largo silencio, el tiempo suficiente para darle un abrazo.
Esteban, menos afortunado, aprovecha los pasajeros recuerdos de sus nietos para pasar el día de su santo recibiendo visitas que al rato van perdiéndose por no tener a nadie.
Hay otros, intermedios en la intensidad de los recuerdos o simplemente más favorecidos cuando estos empiezan a juntarse, que se encuentran a veces en medio de un despunte de colores con alguien que conocieron quizás por unos días, quizás por unos meses, y con el que coinciden en misterio de onomástico o de casualidad absoluta, juntos por un oasis de memoria que los saca y los vuelve y los deja vivir por un tiempo sin tiempo lo que en otros lugares se llamaría vida.
De todos los que pasan y atraviesan felices o indiferentes por la niebla, una figura siempre: la de Yelena Krakowia, la mujer con largas trenzas del poblado de Kazimierz, que terminó siendo anciana y famosa en el siglo XVIII de otro tiempo por contar cuentos tradicionales en la plaza y a la que todavía, aunque muy de cuando en cuando, se le acercan figuras a punto de perderse en la neblina a pedirle una historia.
El silencio es lo primero que les llama la atención a los recién llegados, porque no es un silencio que pueda compararse con el de un buen pueblo aislado y mucho menos con el de todos los desiertos. Lo primero y más insoportable es el silencio y la falta de imágenes, que solo puede evocar remotamente una película europea en blanco y negro y lenta. Lo único categórico que podría decirse sobre este paraíso sin ángulos ni bordes es que está lleno de nada y niebla de espesura, aunque de niebla que no alcanza a ser niebla excepto por lo vago. Un paraíso que nadie nunca se imaginó tan amplio y tan intacto; ni siquiera los músicos más retraídos, ni siquiera los santos.
De más está decir que en este, el verdadero paraíso, no hay placeres tampoco: ni aguas cristalinas ni mieles ni mucho menos arpas.
En este espacio inmenso, donde nunca llega a ser ni demasiado noche ni demasiado día, están todos los seres que vivieron hundidos en la niebla, hundidos en el silencio, hundidos en la leche, ni cubiertos con togas ni desnudos, ni solos ni perdidos.
De los millones que han pensado el paraíso, quizá haya unos pocos que llegaron a sentirlo como en realidad es, esa celestitud sin tiempo del que solo se sale cuando alguien te recuerda.
Antes de eso y después, solo hay vuelta al silencio de siempre y sin tristeza. Sin causas ni motivos, sin ningún “por lo tanto”, sino un presente eterno que casi siempre es bruma, aunque no de algodones.
En este paraíso solo llegan la luz y sus colores cuando alguien, desde el mundo, se acuerda de sus muertos. En las nubes, por llamarlas así a falta de otro nombre, en las que habitan Einstein y John Lennon y muchos muchos otros, el color es constante. En cambio, en regiones más lentas, los rojos y los lilas aparecen apenas, cuando un ser de la Tierra se acuerda de una vida, se interesa por ella, la evoca en algún cuento, la busca en esos raros aparatos que encuentran casi todo y, por lo que en otras partes sería un solo instante, el manto que no es manto se convierte en un verde apasionado y hay árboles y hay canto o por lo menos algún murmullo suave que no incomoda a nadie.
Por poner un ejemplo fuera de los más evidentes, Mahoma, Jesucristo, Jimmy Hendrix, alguien que siempre atrae burbujas de colores es el muy recordado Beneplácito Carreras, gobernador en su tiempo de la provincia de Neuquén, que desde abajo, en caso de que hubiera arriba y abajo y puntos similares, siempre recuerda alguien por sus gestos amables y los asados incomparables que ofrecía en cada fiesta nacional, oficial o no reconocida ni en los almanaques que, no se sabe por qué, lograba organizar con cientos de terneros y sin más intención que alegrar a su pueblo. En las muchas imágenes que siempre se aparecen en medio de esa paisaje de galaxias con muy pocos detalles, don Beneplático vuelve a ser lo que fue en sus tres dimensiones, siempre tomando mate y siempre rodeado de una multitud que viene y que se aleja de acuerdo con las leyes de ese ahora paraíso, según y cómo vengan los recuerdos.
Mientras nadie se aleja ni se acerca, en lo que en cierto espacio sería los primeros de noviembre, siempre hay música y dulces, muchos grupos de amigos que solo se reúnen, por unas ciertas horas de un tiempo sin medidas, en lo que en algún sitio es ese día.
Saliendo de la bruma, Mercedes busca siempre a Daniela el día en que las dos celebraban su cumpleaños y logra iluminarla por un largo silencio, el tiempo suficiente para darle un abrazo.
Esteban, menos afortunado, aprovecha los pasajeros recuerdos de sus nietos para pasar el día de su santo recibiendo visitas que al rato van perdiéndose por no tener a nadie.
Hay otros, intermedios en la intensidad de los recuerdos o simplemente más favorecidos cuando estos empiezan a juntarse, que se encuentran a veces en medio de un despunte de colores con alguien que conocieron quizás por unos días, quizás por unos meses, y con el que coinciden en misterio de onomástico o de casualidad absoluta, juntos por un oasis de memoria que los saca y los vuelve y los deja vivir por un tiempo sin tiempo lo que en otros lugares se llamaría vida.
De todos los que pasan y atraviesan felices o indiferentes por la niebla, una figura siempre: la de Yelena Krakowia, la mujer con largas trenzas del poblado de Kazimierz, que terminó siendo anciana y famosa en el siglo XVIII de otro tiempo por contar cuentos tradicionales en la plaza y a la que todavía, aunque muy de cuando en cuando, se le acercan figuras a punto de perderse en la neblina a pedirle una historia.
viernes, 19 de noviembre de 2010
17.10.2010
Por su afición a las categorías, Borges habría dicho que hay tres grados posibles de unión entre los seres humanos: la amistad, el amor y la complicidad. De esas tres, la complicidad es la mejor de todas por lo mucho que encierra de celebración, de rebote y de juego.
Hay malos amores que se justifican casi solamente por la complicidad. Basta pensar en Sartre y Simone de Beauvoir, Virginia y Leonard Woolf probablemente y hasta en el caso de una pareja de vecinos que se toman de la mano para salir a recorrer el barrio y en los que no se advierte ni el menor signo de pasión.
Pocas iglesias se han acordado de la complicidad en sus llamados al matrimonio eterno, salvo quizá el judaísmo, que invita a los esposos a reencontrarse una vez al mes y gozar del reencuentro como después de un ayuno, aunque él no le hable ya de dios y ella tenga el doble de caderas que al comienzo.
Es que también, de todas las formas de unión que pueden darse, la complicidad es la única no puede desarrollarse con disciplina ni cultivarse con ganas. Pariente de la gracia, solo es posible conocerla cuando estalla.
Hay amores sin complicidad que pueden durar buenamente y sin vaivenes durante muchos años. Hay amistades sin amor que son de ida al cine los domingos de tarde, incluso los de lluvia. Hay palillos y plazas mejores que cualquier soledad cuando no hay otra cosa.
El poeta polaco Vladimir Droyeski decía que la complicidad “Era un juego, una risa y un silencio”. En cambio, el pensador argentino José Eduardo Retamozo asegura que “La complicidad es una hipocresía de la que el espejo es la mejor imagen”.
Como probablemente supieron los filósofos griegos, la complicidad se embarca y se zambulle, se goza y se entremezcla.
Yo me quedo con Borges, por el juego.
Por su afición a las categorías, Borges habría dicho que hay tres grados posibles de unión entre los seres humanos: la amistad, el amor y la complicidad. De esas tres, la complicidad es la mejor de todas por lo mucho que encierra de celebración, de rebote y de juego.
Hay malos amores que se justifican casi solamente por la complicidad. Basta pensar en Sartre y Simone de Beauvoir, Virginia y Leonard Woolf probablemente y hasta en el caso de una pareja de vecinos que se toman de la mano para salir a recorrer el barrio y en los que no se advierte ni el menor signo de pasión.
Pocas iglesias se han acordado de la complicidad en sus llamados al matrimonio eterno, salvo quizá el judaísmo, que invita a los esposos a reencontrarse una vez al mes y gozar del reencuentro como después de un ayuno, aunque él no le hable ya de dios y ella tenga el doble de caderas que al comienzo.
Es que también, de todas las formas de unión que pueden darse, la complicidad es la única no puede desarrollarse con disciplina ni cultivarse con ganas. Pariente de la gracia, solo es posible conocerla cuando estalla.
Hay amores sin complicidad que pueden durar buenamente y sin vaivenes durante muchos años. Hay amistades sin amor que son de ida al cine los domingos de tarde, incluso los de lluvia. Hay palillos y plazas mejores que cualquier soledad cuando no hay otra cosa.
El poeta polaco Vladimir Droyeski decía que la complicidad “Era un juego, una risa y un silencio”. En cambio, el pensador argentino José Eduardo Retamozo asegura que “La complicidad es una hipocresía de la que el espejo es la mejor imagen”.
Como probablemente supieron los filósofos griegos, la complicidad se embarca y se zambulle, se goza y se entremezcla.
Yo me quedo con Borges, por el juego.
sábado, 28 de agosto de 2010
De los 36 sabios
La tradición judía habla de los sabios ocultos, que han de ser 36 en toda época y período, que probablemente ni siquiera sepan que lo son y que no se conocen entre ellos.
De esos sabios, humildes por no saber que lo son, que es la mejor manera de ser sabio, por lo menos uno, como lo sostiene la tradición contemporánea y del exilio, ha de ser un jubilado de esas múltiples ocupaciones que mantuvieron a un Juan Rulfo y a un T.S. Elliot ganándose el pan detrás de un escritorio, sufriendo por hacerlo y sin dejar nunca de escribir por no concebir el mundo sin palabras.
Se dice, y en eso discrepan tanto las fuentes como quienes las citan, que uno de ellos es un jubilado de los tiempos actuales que se pasea por las calles con una sonrisa que sólo puede provenir de saber que ha cumplido su tiempo de condena y que ahora puede dedicarse sin ni un poco de culpa a ocupaciones varias, entre las que destaca el sonreír a desconocidos que no sabrán nunca el origen de su sonrisa pero que se irán a su vez por las calles sonriéndoles a muchos a su vez desconocidos, iluminando el transporte público con un despliegue de gratuidad infantil que luego tratarán de reproducir en “Facebook” con mejores o peores resultados.
El sabio juntará latas que no le pertenecen y que nunca ha vaciado, con el único ánimo de luego reciclarlas.
El sabio se sentará en las plazas, no a darles de comer a las palomas como en la imagen típica, sino a conversar con los policías o barrenderos de turno, que en los mejores países celebran las pausas en su trabajo con un café de grano y una grasosa medialuna.
El sabio acudirá cuando pueda a algún acto público, con el único afán de retirarse antes de que termine. Se irá del cine cuando la película le parezca un adefesio, alentando a los que no se atreven con un gesto parecido a desafiar las críticas y devolver el boleto comprado con descuento para mayores de sesenta.
El sabio, este sabio del que no habla la tradición más ortodoxa, se detendrá delante de los árboles amarillos de otoño. Pondrá pausa donde los otros ponen prisa. Se moverá despacio entremedio de todas las bocinas.
Y se irá por las calles sin saber que lo es; por eso, porque es sabio.
De esos sabios, humildes por no saber que lo son, que es la mejor manera de ser sabio, por lo menos uno, como lo sostiene la tradición contemporánea y del exilio, ha de ser un jubilado de esas múltiples ocupaciones que mantuvieron a un Juan Rulfo y a un T.S. Elliot ganándose el pan detrás de un escritorio, sufriendo por hacerlo y sin dejar nunca de escribir por no concebir el mundo sin palabras.
Se dice, y en eso discrepan tanto las fuentes como quienes las citan, que uno de ellos es un jubilado de los tiempos actuales que se pasea por las calles con una sonrisa que sólo puede provenir de saber que ha cumplido su tiempo de condena y que ahora puede dedicarse sin ni un poco de culpa a ocupaciones varias, entre las que destaca el sonreír a desconocidos que no sabrán nunca el origen de su sonrisa pero que se irán a su vez por las calles sonriéndoles a muchos a su vez desconocidos, iluminando el transporte público con un despliegue de gratuidad infantil que luego tratarán de reproducir en “Facebook” con mejores o peores resultados.
El sabio juntará latas que no le pertenecen y que nunca ha vaciado, con el único ánimo de luego reciclarlas.
El sabio se sentará en las plazas, no a darles de comer a las palomas como en la imagen típica, sino a conversar con los policías o barrenderos de turno, que en los mejores países celebran las pausas en su trabajo con un café de grano y una grasosa medialuna.
El sabio acudirá cuando pueda a algún acto público, con el único afán de retirarse antes de que termine. Se irá del cine cuando la película le parezca un adefesio, alentando a los que no se atreven con un gesto parecido a desafiar las críticas y devolver el boleto comprado con descuento para mayores de sesenta.
El sabio, este sabio del que no habla la tradición más ortodoxa, se detendrá delante de los árboles amarillos de otoño. Pondrá pausa donde los otros ponen prisa. Se moverá despacio entremedio de todas las bocinas.
Y se irá por las calles sin saber que lo es; por eso, porque es sabio.
jueves, 26 de agosto de 2010
"El secreto de sus ojos"
En el exacto medio de "El secreto de sus ojos" hay una escena en la que el borrachín de la película lleva al protagonista a un bar del barrio del juzgado en el que trabajan para demostrarle que el presunto asesino es un hincha absoluto de Racing. Antes de revelárselo, le dice que él tiene una pasión, que es el alcohol; que el protagonista mismo tiene una pasión, compuesta por partes iguales por el afán de encontrar la verdad y su amor por la abogada que dirige la unidad; y que el pobre y despreciable desgraciado que viola y mata a una mujer en la primera escena de la película también tiene una pasión. "Porque hay algo", le dice, "que es más fuerte que cualquier cosa, que es más fuerte que dios".
"El secreto de sus ojos" es una película sobre las pasiones calladas y confesas, sobre la pasión que se persigue y la pasión que se oculta. El protagonista es un apasionado que no termina de asumirse como tal hasta las últimas escenas. La mujer que lo fascina en una apasionada envuelta en traje de abogada perfecta. El secretario borracho es un apasionado confeso del alcohol. El marido de la víctima es un apasionado eterno de su mujer.
Darín se apasiona con rictus de tristeza y seriedad. La abogada, con una sonrisa constante y burlona. Pablo, el borrachín, con absoluta soltura y aceptación.
Es cierto que la película también habla de la triple y nefasta A de los años setenta en Argentina, de la inmunidad de sus defensores, de esos tristes tiempos en que la justicia no tenía ninguna esperanza. Pero la escena en que Pablo defiende la pasión, todas las pasiones y sus formas, es una de las mejores que recuerdo de la historia del cine.
No sé si el director y el guionista hayan querido que fuera así. No me importa. Sólo quisiera poder ver, una y otra vez, la escena en la que Pablo defiende las pasiones más allá de los dioses. Y esa última escena, en que se confirma que es así y no hay nada, ni el tedio, ni la desesperanza, ni el miedo, que pueda superarla.
"El secreto de sus ojos" es una película sobre las pasiones calladas y confesas, sobre la pasión que se persigue y la pasión que se oculta. El protagonista es un apasionado que no termina de asumirse como tal hasta las últimas escenas. La mujer que lo fascina en una apasionada envuelta en traje de abogada perfecta. El secretario borracho es un apasionado confeso del alcohol. El marido de la víctima es un apasionado eterno de su mujer.
Darín se apasiona con rictus de tristeza y seriedad. La abogada, con una sonrisa constante y burlona. Pablo, el borrachín, con absoluta soltura y aceptación.
Es cierto que la película también habla de la triple y nefasta A de los años setenta en Argentina, de la inmunidad de sus defensores, de esos tristes tiempos en que la justicia no tenía ninguna esperanza. Pero la escena en que Pablo defiende la pasión, todas las pasiones y sus formas, es una de las mejores que recuerdo de la historia del cine.
No sé si el director y el guionista hayan querido que fuera así. No me importa. Sólo quisiera poder ver, una y otra vez, la escena en la que Pablo defiende las pasiones más allá de los dioses. Y esa última escena, en que se confirma que es así y no hay nada, ni el tedio, ni la desesperanza, ni el miedo, que pueda superarla.
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